Insúlteme, por favor.

Buenos días tengan ustedes, les dejo aquí para su disfrute la cadena definitiva para colgar en su muro de Facebook, en la puerta de su casa o junto a la hoja parroquial de su iglesia, si así lo considera. Espero que lo compartan y no les sea de su agrado, por el bien de la convivencia de la raza humana con cuenta en cualquier red social:

“Hola. ¿Piensa ud. que soy gilipollas? Venga, no se corte, conteste. A diario nos quejamos del gobierno, del tráfico, del vecino cuelga-cuadros o del hombre del tiempo. Sin embargo, el gobierno sigue usando el poder en el beneficio de los suyos, los coches saliendo de las rotondas desde el carril interior, su vecino taladrando y los meteorólogos fallando.

Sus críticas nunca llegan al destinatario pues la mayoría de las veces son murmullos. Mñemñemñe. Por eso le propongo, en exclusiva y por tiempo limitado, que me hagan las críticas hacia mi persona que les parezcan conveniente. Pueden optar a hacerlo públicamente o por privado, con argumentos o insultos injustificados.

La única forma de corregir esas cosas que no nos hemos dado cuenta de que hacemos y obviamente están mal, como el manspreading o el laísmo, es a base de educación. Pero no sólo servirá para aprender qué molesta de mí, también para que usted se desahogue en la tranquilidad de su hogar y, al menos por una vez, suelte la mierda que a diario traga. Ya sea que no soporta mi tono de voz, que le debo dinero (juro no recordarlo) o, como me dijo un desconocido por la calle, que soy feo. Comuníquemelo, usted se sentirá aliviado y yo tendré un punto de vista adicional sobre mí.

Si alguien me tiene como amigo en Facebook por compromiso, por favor, elimíneme de su lista de amigos sin ningún reparo. Sólo me tomaré mal los comentarios positivos y los que pregunten por qué lo hago. Es obvio y necesario.

En el caso de arrepentirme de esta decisión al pensar en qué percibirá de mí una empresa para la que pudiera querer trabajar si me buscase en Facebook haciendo uso de invasivos expertos en recursos humanos y se encontrase una larga lista de insultos, borraría mi cuenta, haciéndome más productivo y por tanto mejor preparado para dicho puesto de empleo. Y si hunden mi moral, me haré cantautor de los que triunfan contando lo mal que les trató la vida. Todo ventajas.

Muchas gracias. Un saludo.

Empiezo yo: “

Todos en casa

6 de enero y en la calle ya no hay ningún adorno navideño. La gente sale del trabajo y, como es viernes, se van de cervezas envueltos en grandes abrigos y bufandas. Mientras tanto, en casa, saco el roscón del horno. Mi cuñado se abre otra cerveza y se sienta en el sofá, como si la cosa no fuera con él. Mi hermana se presentó ayer en el aeropuerto. Por la noche. De sorpresa. Perfecto. Mi novia se queda con ellos preguntándoles por mis padres en su pobre español. “Cuñado, a que no sabes qué he traído. Que seguro que aquí no hay”. Bingo. A diez coronas suecas quiere poner el cartón (1.06€) el ludópata.

Como merendar un rosco relleno es una tradición exportable a otros países, no como matar toros, decidí hacer mi propio roscón. Nunca esperé que tuviera tanto éxito, pues se han ido apuntando al evento mis vecinos, compañeros de trabajo de mi pareja, sus padres con sus respectivas nuevas parejas y, este año, mi hermana, para la cual traer a mis padres era un esfuerzo excesivo pero no el último iPhone. Catorce personas y un bebé. Decir que somos demasiados sería injusto con el bebé. Toca una tarde de soportar que te cuenten cómo pasaron el año nuevo entre oro, champán, purpurina, oseas suecos y menús que se comen con tenedores con diamantes. Recibo un mensaje de Erik, el compañero de trabajo de mi novia que me ha tirado los tejos en dos ocasiones. Dice que se trae a su novio, que es pastelero y le encantaría probar mi roscón. Espera no provocarme celos. Este tío es gilipollas. Creo que la cosa tiene que llegar a su fin.

Espolvoreo azúcar sobre el gigantesco roscón y coloco la fruta escarchada, el haba, la figurita y la crema. Me engaño diciéndome que no sé dónde está el haba y le doy un par de vueltas sin mirar. Los invitados comienzan a llegar a las cinco y media. Bendita puntualidad no mediterránea. Comienzo a preparar café para 5 y chocolate para 8. Mi cuñado dice que esa cerveza negra que me cuesta hora y media de trabajo marida bien con los dulces. Anonadado me hallo.

Cuando sirvo las bebidas me dejan el roscón para que lo parta en trece trozos esperando que fueran iguales. Hago lo que puedo y una compañera de mi novia pide sacarina para su café. Al cogerlo, accidentalmente tira también de una lata de harina que la deja blanca como las aceras. Todos insisten en que se quede, que se duche y se cambie, pero ella rechaza el ofrecimiento. “Claro, estarás incómoda, te das una ducha mejor. Otro día venís, llevaos roscón”. Se marcha a su casa con su pareja, roja de vergüenza mientras la echo como sin querer. Dos menos. Y el bebé.

Comportarme siempre como un perfecto saco de boxeo me ha permitido la confianza justa para repartir el roscón para todos estos suecos inocentes. No funciona con los españoles autoinvitados, que me miran raro hasta que alguien descubrió el haba.

Hace seis meses que sufrí de estreñimiento. Erik me mira y juguetea con la fruta escarchada. ¡Pero si es que encima es feo! El roscón de reyes le gusta a su pareja aunque a él le parece demasiado amargo. Normal. Se va a cagar. Literalmente. A los cinco minutos vuelve sudando. Se excusa y dice que algo de la comida le ha debido de sentar mal. “Todos hemos comido roscón, jaja, no os quiero envenenar, al menos no te ha tocado el haba”. Dos menos.

Mis suegros (el real y el postizo) se desabrochan el primer botón de la camisa mientras miran a sus respectivas parejas con una sonrisa tonta. Las caricias entre los sexagenarios van subiendo de tono, como la sangre a sus mejillas. Esto acelera la merienda pues en seguida me preguntan si tengo champán y, tras el brindis por todos, por la navidad, por la salud y el trabajo, se marchan rápidamente, dispuestos a revivir una pasión azul que creían muerta. Cuatro menos.

Sólo faltan dos compañeros de trabajo, que reciben simultáneamente un correo del jefe requiriendo su presencia. En la empresa han recibido un ataque informático. Nivel usuario, pero un ataque inocuo que sólo les requerirá comprobar que todo está en orden. “Vaya marrón, seguro que no es nada, cuando queráis volved”. Dos menos.

Sólo quedan dos, que no se pueden ir de casa sin pasar excesivo frío y sin mandarlos a un hotel. Recuerdo el bingo que trajo mi cuñado y pienso que el hospital no es tan distinto de un hotel, aquí los recortes no han llegado. Coloco la bolsa con las bolas esparcidas por el suelo, dejando la caja en una posición poco natural en la puerta de mi habitación. Me siento en el sofá. “Cuñado, vamos a jugar a la Play ahora que se han ido todos. Entra en mi habitación que tengo allí el otro mando”. “Ve tú, que yo soy tu invitado”. Voy a mi habitación, esquivo las bolas al entrar y cojo el mando. Pienso que ha sido mala suerte, tendría que pensar cómo echarlo de mi piso. En ese momento, escucho desde el salón “Soy el mando 1, ¿vale?”. Eso sí que no. No puedes colarte en casa de alguien sin avisar, ser un auténtico gorrón y encima querer ser el mando 1. Salgo corriendo de mi habitación y caigo de espaldas. Tras el PAM, el ay, el “jajaja qué haces pringao”, el “no puedo andar”, “vamos a urgencias”, “te llevo a cuestas, cuñado”, “llamo a mis padres y Erik que se acerquen a verte cuando puedan” y, antes de salir, “coge el roscón y nos lo acabamos allí”.

El mismo cuento de todas las navidades (Parte 2)

El escenario cambió por completo. Estaba ella en su casa actual con un pantalón negro y un jersey con brillo a juego. Del baño salió un joven fornido y de cejas depiladas con un gorrito de Papá Noel con purpurina en la cabeza apestando a una mezcla de cientos de cremas y perfumes.

-Fantasma de las Navidades Presentes, ¿dónde te habías metido hasta ahora? – dijo Hortensia con una sonrisa pícara.

-Siento defraudarla pero soy el Fantasma de las Navidades Pasadas Pero Poco, el Fantasma de las Navidades Presentes no es metrosexual sino hipster y lleva un gorrito estúpido de lana todo el año. La he traído a la Nochevieja de hace un par de años. Su hijo Pablo no pudo venir como de costumbre porque su mujer se puso de parto un mes antes.

-Sí, el nacimiento de mi nieto Manuel Kevin. ¿Cómo se pensaría que me haría ilusión ver el nombre de su abuelo mezclado con ese nombre de malote de Salvados por la Campana?

-Pero mírese, también estaba feliz, cantando con Raphael a tope.

La Hortensia del pasado pero poco ya tenía las uvas preparadas, el champán en la nevera y el jamón emplatado. El móvil estaba también en la mesa, esperando la llamada de su hijo para comunicarle la noticia que no se produciría hasta la tarde, con Hortensia ya en el hospital.

El Fantasma de las Navidades Pasadas Pero Poco le comunicó que irían también a la Nochebuena del año anterior para mostrarle la realidad más reciente.

Volvía a ser Nochebuena. La chimenea y la comida luchaban por llenar la casa con su olor. Hortensia estaba sentada presidiendo la mesa y sólo en el brindis inicial y tras saber que se encontraba mejor de aquel resfriado sus hijos le dejaron el turno de palabra en contadas ocasiones. Los nietos mayores ya no se relacionaban entre ellos a no ser que para eso usaran sus teléfonos móviles. Los pequeños no podían haber sido educados por alguien que recibiera cariño en su infancia como sus hijos, pues eran tan estirados que ni siquiera querían bombones si no eran Ferrero Rocher. Sus yernos contaban chistes manidos hasta para ella y hablaban del todoterreno que se iban a comprar, más grande, con menor consumo, y más extras cada vez que sacaban el dichoso tema. Sus hijas y nueras discutían sobre la última moda en dietas nutritivas y paparruchadas que Hortensia no llegaba a entender. El Espíritu de las Navidades Pasadas Pero Poco le dijo mostrándole una dentadura blanquísima:

-¿Tener hijos para esto?¿Qué fue de la Hortensia a quien todos escuchaban?

-¿Me vas a llevar a las Navidades Futuras? Quiero saber ya cuál es el verdadero espíritu de la Navidad, puesto que cocinar para 16 y repartir la paga extra entre 7 nietos que apenas se saben mi nombre ya sabía yo que no era antes de que viniéseis vosotros.

Sin ni siquiera un fundido a negro apareció en una casa que le era ajena. No había ninguna Hortensia real y su hijo Juan y sus dos hijos comían un plato de sopa con cara de abducidos. Su esposa alimentaba a señor mayor que el espíritu de Hortensia no llegaba a reconocer pero identificó como su padre. Un fantasma ataviado con una túnica con capucha era su nuevo interlocutor con las Navidades Futuras.

Hortensia se preguntó dónde estaba ella aunque al señalarle la muerte el colgante que siempre llevaba en el cuello de su nieta mayor entendió que había muerto. Antes de que le diera tiempo a abrir la boca el Espíritu de las Navidades Futuras le señaló un calendario con un 2065 en grande.

-Oh, no me digas que no viviré 125 años. Te has guardado bien de no hacerme un spoiler de mi vida, gracias.

Se detuvo para contemplar detenidamente a sus hijos y nietos. Estaban tristes y aburridos, pero no pareciera que la echaran de menos, simplemente aquella casa sin WiFi para sus nietos, sin cuñados con los que discutir de política antes de que alguien lo prohíba para que no llegue la sangre al río, con una persona mayor que tampoco lo disfruta porque ya no tiene la dentadura para comer turrón del duro…

Hortensia se levantó de la siesta comprendiendo que el verdadero espíritu de la navidad es hacer lo que le diera la gana. Así pues, le contó a sus hijos que, o traían una botella de anís para vaciar, sus nietos dejaban el móvil en casa, prometían que iban a comer todos los turrones, bombones y polvorones sin mirar la marca y dejaban de lado los temas de conversación para los pijos y repelentes en los que se habían convertido o se podían quedar en sus respectivas casas. Y fue lo que pasó aquella noche en la que Hortensia, después de cenar, invitó a sus amigas con las que se toma diariamente el café y entre todas vaciaron la botella de anís cantando El Tamborilero con Raphael mientras le tiraban piropos.

Y así pasó doña Hortensia la mejor Nochebuena de su vida.

El mismo cuento de todas las navidades (Parte I)

Doña Hortensia no paró de trabajar aquella mañana del 24 de diciembre. Cocer gambas, limpiar mejillones, recoger el pan encargado y quitarle el polvo a la vajilla que llevaba un año guardada. Almorzó, como venía siendo costumbre, su plato favorito acompañado de un poco del marisco que serviría esa noche. No había desconectado el tocadiscos y seguían sonando éxitos de los 60. Al acabar el postre sintió que tomaba conciencia de que aquella noche era Nochebiena (y mañana Navidad) y en su estómago sonó un resorte que hizo que se encontrase mal de forma automática. “Todos los años igual, quizá éste me retire antes de la mesa”. Aunque sabía bien que no lo iba a hacer. Retirarse era como echar a sus hijos de su casa, y ninguna madre lo haría en Navidad.

Se fue a su cama dispuesta a echarse una siesta, enfadada con todo pues prefería hacerlo en el sofá, pero esperaba encontrarse mejor después de dormir un rato y no quería aguarles la fiesta, ya que eran contadas las ocasiones en las que coincidían los cuatro hijos con sus siete nietos. Mientras se quedaba dormida pensaba en si no sería mejor no levantarse de la siesta, aún le quedaban unas horas para que su amenaza del año anterior se cumpliese y faltase en las fiestas.

Tras unos veinte minutos en los que el cerebro de Hortensia se encontraba relajado, sus ojos comenzaron a moverse agitadamente bajo los párpados para abrirse de par en par. Las paredes ahora eran blanca, el armario frente a su cama era más pequeño y a su lado su esposo roncaba plácidamente. Se levantó de la cama pero su cuerpo seguía allí. Antes de que se preguntara qué pasaba, una pastorcilla etérea se presentó como el Espíritu de las Navidades Pasadas.

-Ninguna de las personas aquí la ve, oye o siente. Era usted mucho más guapa de joven, señora.

-Gracias, niña, no siempre me llaman vieja con tanto estilo.

La Hortensia del pasado se despertó con el primer ronquido del señor que estaba a su lado que sobrepasó los 50 decibelios. Dando un respingo, despertó a su marido empujándolo hacia el borde de la cama y antes de que éste reaccionara ya había puesto firme a sus hijos.

-Juan, ve a la tienda y compra cerillas y una botella de Casera. Carmen, saca los manteles del mueble del salón. Ana,barre un poco el suelo.

El pequeño Pablo se quedó expectante, decepcionado por no tener ninguna tarea ante tal clima de agitación.

-¿Y yo, mamá?

-¿Habéis acercado un poco los reyes magos al portal?

El niño salió corriendo y colocó a los reyes sobre el puente que cruzaba el río de papel de plata.

-Manolo, ¿has cortado leña para la chimenea?

-Ya sé que tengo que hacerlo, llevas tres días con lo mismo.

-¿Lo has hecho?

-Voy.

-Cuando acabes, dúchate y recoge a tu madre, así lo que tenga que criticar lo hace pronto y no en la cena.

El Espíritu de las Navidades Pasadas aprovechó un momento en el que sólo se oían el entrechocar de platos, el fuego en la cocina, los hachazos en el patio y al pequeño recolocando las figuras del belén damnificadas por su intervención en él para hablarle al espíritu de Hortensia con tono solemne:

-¿Recuerda estas navidades, señora Hortensia? Usted era feliz, no pensaba en si serían las últimas, era el verdadero pilar de su familia.

-¡Y tanto que las disfrutaba! Mis hijos me respetaban, mi marido me hacía caso (por la cuenta que le traía) y mi suegra se ponía verde de envidia por mi receta del pollo guisado. Pero ahora, hija, una está mayor, siente que los jóvenes se divierten de otra forma. Me ha pillado a pie cambiado, no es mi ritmo. A mí me gustaban los villancicos y aunque no entendiera el Adestes Fideles lo cantaba, pero el “ai wuischu a meri…” ya me lía.

-Ahora verá qué quiero decirle, señora, no adelante acontecimientos.

Por favor, cierre la puerta al salir.

-Bueno, y la última pregunta, algo más personal. ¿Cuál considera que es su mayor defecto?

-Pues, sin lugar a dudas, soy un completo maniático del control. Verá usted, no puedo dejar de pensar en que usamos mal infinidad de objetos, haciendo que, a la larga, haya que sustituirlos por su mal funcionamiento.

-Es una manía un poco rara, ¿puede contarnos algo más? Ha estado usted un poco encorsetado en toda la entrevista, puede explayarse tranquilo ahora.

-Claro. Le pongo un ejemplo. Las puertas de los armarios. Muchas veces se dejan abiertas y con el tiempo se van descolgando, ya no cierran bien, su comportamiento natural ha sido enviciado debido a nuestra dejadez. No puedo con ello, me estresa enormemente. Lo primero que hago al llegar a casa es quitarme la corbata y plancharla cuidadosamente. Me ponen muy nervioso mis compañeros de trabajo cuyas corbatas fueron un día anudadas y para el día a día simplemente se las aflojan o aprietan. Esas pobres telas dedicadas que muestran ya sus arrugas y dobleces, que requerirían ser llevadas a un profesional para recuperar su agradable tacto. De verdad, no lo entiendo.

Y al final, llega un día en el que tenemos que enchufar el cargador de cierta manera para que nuestro dispositivo lo reconozca, tenemos que abrir un libro con especial cuidado para que no se vuele aquella hoja suelta, desdoblando las páginas que, irresponsablemente, un día doblamos para saber por dónde íbamos o amoldando nuestra misma manera de caminar para disminuir las molestias que perduran de aquella lesión mal curada.

-¿Cree usted que esa neura afecta a su vida personal o laboral?

-En la vida personal por supuesto que sí. Las discusiones con mi esposa por esta manía al principio eran constantes, luego se ha acostumbrado a soportarme. Pasa igual con lo mismo e incluso el mayor me ha comentado que él también ha adquirido esa costumbre. Pero es simple: Mantener el cuidado y la atención que cada objeto requiere para que su comportamiento no se envicie, para que arreglar las consecuencias no cuesten más que mantenerlos en un buen estado. También se ve en mi puesto de trabajo. Ahora resulta que con la crisis se comprueba que todo está mal, que el funcionamiento del sistema está enviciado, pero mientras era usado nadie le prestaba atención a que se estuviera haciendo correctamente. Ahora los cajones no encajan, la batería no dura lo que debiera y la ventana no se corre fácilmente. Pues que hubieran prestado atención.

-Oiga, ¿está usted justificando la corrupción? ¿Nos culpa a los ciudadanos de ella por no haber estado encima de los políticos como usted? ¿Los corruptos han sido enviciados y no eran unos caraduras antes de llegar al poder?

-Yo no he dicho nada de eso. La entrevista ha acabado. Por favor, cierre la puerta al salir.

Que me lo cubra el seguro

Nunca hasta hoy había tenido impulsos suicidas. Pero aquí estoy, conduciendo por el centro de Madrid buscando un puente por el que tirarme. Con el taxi puesto, claro. Mejor dicho, inmolarme.

Hay ocasiones en las que la vida te da la opción de convertirte en un héroe, de que pongan tu foto en la portada de los periódicos y tu madre la coloque en el mueble del salón. Y pienso aprovecharla. Que me idolatren los niños y las mujeres admiren mi gallardía. Si es que salgo vivo.

Sin embargo, aquí sigo, maldiciendo el tráfico lento, los quitamiedos y otros tantos elementos de seguridad. Mi cliente me nota nervioso, se recoloca las gafas y baja su mirada a un periódico que claramente no lee, como si quisiera tranquilizarme fingiendo que no me observa.

Semáforo en rojo. Subo el volumen de la radio mientras golpeo el volante con los dedos al ritmo. Suena Nirvana y sonrío antes la macabra coincidencia de buscar la muerte mientras canta Kurt Cobain. Normalmente cambio la emisora según el aspecto del cliente, buscando que me deje una propina por conectar con sus gustos y estado de ánimo con un simple vistazo, algo que he ido mejorando a lo largo de los años. Pero no hoy. El trayecto desde el centro hasta el barrio residencial y exclusivo de las afueras donde me dirijo me hace pensar en que quizá no esté preparado para esta misión que se me ha presentado. En el fondo todos saben que soy una buena persona, que paro en los pasos de cebra en los que espera un peatón, que respeto a los motoristas, que no atosigo a los coches de autoescuela. Tomo la rotonda, segunda salida. Por eso desearía en este momento tener la frialdad de aquella chica que dejó a su novia en mi taxi y se marchó con un portazo y sin pagar el camino hasta su casa. Tuve que cobrarle a la pobre la carrera entera aunque con ese dinero la invitara a cervezas. O la valentía del tipo flacucho que me pidió que parara en mitad de la calle para soltarle dos hostias al matón que le pegaba de pequeño y se montó de nuevo como si nada, sin que el otro supiese dónde meterse. Stop.

El hombre del asiento de atrás hace rato que dejó de mirarme. Notó la duda que me asaltó hace un par de minutos y decidió que lo mejor era hundir su cabeza entre las páginas color salmón. Como si no quisiera que notara su presencia, como si me dirigiese a mi propia casa. Claro. A mi mansión con jardín delantero y trasero. Intermitente a la izquierda. Sí, con seguridad privada y calles cuidadas, con apellidos compuestos en cada buzón, con pista de pádel en cada tres manzanas, con niños uniformados que vuelven del colegio después de sus clases de violín. Mi pasajero nota que cambio de marchas de manera brusca, que me pego al coche de delante antes de adelantarlo a base de acelerones. “Déjeme aquí, gracias, que el médico me recomendó que andara un poco al día”, suena una vocecilla desde detrás de mi asiento. “No, hombre, no, si ya estamos llegando, no le cobro desde aquí hasta su casa”, digo sobresaltado porque parece ser consciente de la situación. Maldito sea. Me ha desconcentrado y he pasado la salida a la autovía por la que pretendía salir para lanzarme. Mala suerte, ya estamos llegando a su casa. Aunque pensándolo bien…

Acelero pasando por delante de su casa. Él me mira con la certeza de que me he vuelto loco y comienza a increparme. Que si me hará la vida imposible, que si sé con quién estoy tratando, que mejor que eso me mata. Enfilo la calle del selecto club al que mi secuestrado seguro que va todos los sábados a fumar puros. Mi cabeza ya no rige y no hago sino apretar más y más el acelerador aún estando en tercera.

Los patos huyen despavoridos ante un viejo coche blanco que se hunde en su estanque tras haber destrozado unas pequeñas vallas blancas de madera. Al menos sus calcetines ejecutivos quedan empapados.

PD: Ministro. Cabrón.