La Palabra de Dios

Manuela se encontraba sentada en su cocina, junto a la mesa, ataviada con su ya clásico y desgastado delantal, otrora brillante verde herbáceo, pero que ahora, y tras múltiples años de lavados y demasiado uso, lucía de un tono más bien parduzco. Cuchillo en mano trabajaba sin descanso picando un abultado conjunto de judías verdes que descansaba sobre la mesa, junto a una bolsa de supermercado que se iba progresivamente llenando con los deshechos de su trabajo. Sobre su falda soportaba un recipiente rectangular donde iba depositando aquellas partes que le servirían para cocinar un buen estofado. Trabajaba con la celeridad propia de un chef con un caro juego de cuchillos japoneses, mientras canturreaba una canción que había escuchado alguna que otra vez en la radio.

El timbre la sacó de su ensimismamiento. Soltando un suspiro dejó el recipiente sobre la mesa y trabajosamente se levantó para acercarse hasta la puerta de entrada. Giró la enorme llave tres veces hacia la derecha, descorrió los dos cerrojos metálicos de exageradas dimensiones y abrió la puerta dejando paso a un rayo de luz que iluminó parte de su ensombrecido salón.

Allí, ante ella, un chaval joven, al que no conocía de nada, la saludó con un “Buenos días señora”, acompañado de una amplia sonrisa que flaqueó al ver el enorme cuchillo que ella portaba.

– Oh, me has pillado picando judías – dijo ella restándole importancia al percatarse de la mirada del joven. – ¿Qué quieres? – Preguntó sin rodeos.

El muchacho recuperó la compostura e inició su discurso con el mismo tono forzado de su saludo inicial:

– Déjeme que me presente, me llamo Victoriano Pérez Mejías y he venido hasta este pueblo como representante del grupo de difusión de la palabra de Dios “Grupo Jienense de Difusión de la palabra de Dios para los pueblos de Jaén y del mundo”. He viajado hasta aquí, Guarromán, en calidad de comunicador y portador de la palabra escrita de Dios.

Manuela lo miró con detenimiento mientras soltaba aquella perorata memorizada. Vestía una camisa blanca de manga corta abrochada hasta el último botón y una corbata negra que terminaba de aprisionar el cuello del joven Victoriano. Tras sus pequeñas gafas sin montura, se escondían unos huidizos y pequeños ojos oscuros que contrastaban con su enorme boca de permanente sonrisa. Su cabello negro, repeinado hacia la derecha, se había alborotado mínimamente a causa de su periplo desde la capital. Completaba su vestimenta un pantalón largo tan oscuro como su corbata, de corte recto y sin arruga alguna, que ocultaba casi completamente dos zapatos igualmente negros y notablemente desgastados.

– ¿Qué vienes, a leerme la biblia? – Preguntó ella.

– Sí, bueno… – respondió él intimidado por el tono de la señora, – es una de mis funciones.

– Pues pasa hijo, pasa – respondió ella a la vez que se echaba a un lado para que el joven entrara y se protegiera del sol abrasador que a aquella hora ya rondaba su punto más elevado en el cielo. – Ya que te has dado el paseo, qué menos que escucharte un poco.

Lo condujo a la cocina y colocó una silla en un lado de la mesa, junto a la que ella había ocupado, indicándole con la cabeza que se sentara.

– ¿Cerveza? ¿Un zumito? ¿Limonada?

– No, gracias señora – respondió él en su línea de exagerada corrección.

– Un vasico de agua por lo menos, ¿no? – Insistió ella poniéndole un vaso y una jarra de agua por delante antes de que el joven tuviese siquiera tiempo de rechazarlo amablemente. Por último puso sobre la mesa un paquete de galletas y se sentó dispuesta a continuar con su tarea. – Tú cuéntame mientras yo sigo con lo mío.

Victoriano se acomodó en la silla y se mojó los labios.

– ¿Cree usted en Dios? – preguntó finalmente.

– Eh… bueno… – balbuceó al dar la respuesta-, sí, sí, claro…

– A pesar de ser creyente creo que no ha respondido con la suficiente seguridad – valoró el muchacho-. Es normal, es más habitual de lo que cree. En la sociedad de hoy en día, a pesar de predominar una educación cristiana, se está produciendo un alejamiento generalizado y progresivo de las bases ideológicas y culturales sentadas por la Iglesia católica. Es nuestra obligación, como miembros de la Iglesia, el intentar que aquellas almas descarriadas vuelvan a encontrar el camino y vivan bajo el amparo de la fe.

– Osú, qué bien hablas hijo mío – comentó Manuela sin levantar la vista de sus habichuelas.

– Hoy en día, podríamos decir que incluso la política está promoviendo comportamientos o actividades que ponen en entredicho el bienestar de la sociedad y que se salen de lo que podríamos considerar normal y adecuado. La religión católica se está dejando en un segundo plano en muchos aspectos, cuando sin ningún tipo de duda debería siempre prevalecer como guía espiritual capaz de darnos las herramientas necesarias para actuar acorde al mandato divino en cualquier nivel o escala social y dentro de cualquier actividad del tipo que sea. Es más, somos muchos los que defendemos que el representante estatal de la Iglesia Católica debería ocupar un puesto preponderante en los altos órganos de gobierno como medio de que la vida de los ciudadanos quede siempre regida bajo un ideal capaz de acatar las premisas establecidas por Dios.

– Por dió, qué discurso – dijo Manuela mientras cogía una nueva judía-. Bebe agua hijo, que te vas a secar – Victoriano bebió agradecido y tomó el aire que parecía no haber inspirado durante su discurso-. Dime Victoriano, ¿qué edad tienes?

– Tengo veintiuno, señora – respondió el joven.

– ¡Un chaval! – Exclamó agitando la mano que portaba el cuchillo. Se percató del sobresalto del joven al mover cerca de él el puntiagudo utensilio y lo retiró disimuladamente para redirigirlo a la piel de la judía que tenía en la mano.

– La juventud no me limita para realizar mi cometido, si me permite que se lo diga.

– Nadie ha dicho lo contrario – comentó Manuela.

Victoriano la miró unos segundos y volvió a la carga:

– Me gustaría tratar con usted algunos temas de actualidad, para conocer su opinión.

– Te escucho.

– ¿Qué opina usted de la legalidad de las relaciones entre personas del mismo sexo?

– Pues muy bien, si se quieren y disfrutan juntos, que hagan lo que quieran – respondió Manuela en tono festivo.

– ¿No cree que se está promoviendo, tanto con la política como en televisión, este tipo de comportamiento antinatural? ¿No cree que perjudica a la sociedad en su conjunto? – Insistió él, preocupado por la permisividad de su respuesta.

– A mí no me hacen ningún daño. ¿Y a ti? – Atacó Manuela-. ¿Se te ha acercado un mariquita a pegarte porque no te gusta que se acueste con su novio?

– No, a ver… – respondió incómodo-. No es que hagan daño material o personal, sino más bien que la permisividad que se tiene hacia ellos daña la naturaleza del ser humano e indirectamente a la sociedad. Los más jóvenes podrían verlo como algo natural, y ya le digo yo que no hay nada natural en que dos personas del mismo sexo tengan relaciones amorosas. Biológicamente, el hombre y la mujer fueron creados…

– Mira, para el carro Victorino – le cortó Manuela algo alterada y agitando el cuchillo de nuevo demasiado cerca del muchacho-, antes de que me cuentes esas maravillosas reflexiones de un joven adoctrinado desde la cuna prefiero que me leas un ratico la Biblia, que no me acuerdo de qué iba.

Victoriano se sintió ofendido pero se repuso inmediatamente y accedió a realizar la lectura de algún pasaje bíblico, ya que eso también formaba parte de su labor divulgadora. Mientras Manuela seguía pelando habichuelas él abrió la Biblia que había traído con él y tras buscar durante unos segundos encontró un fragmento que consideró adecuado.

– Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías; su mujer era de las hijas de Aarón, y se llamaba Elisabet.

– Osú, qué bien lees hijole interrumpió Manuela-. Qué entonación y qué voz más bonita. Sigue así que me gusta-. Victoriano la miró y continuó obediente.

– Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor. Pero no tenían hijo, porque Elisabet era estéril, y ambos eran ya de edad avanzada. Aconteció que ejerciendo Zacarías…

La lectura se prolongó durante largo rato. Manuela se sentía tranquila, pelando judías con el soniquete de aquel joven como música de fondo.

– …¿qué haremos? Y respondiendo, les dijo: El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene qué comer… – el sonido del timbre le interrumpió. Victoriano levantó la vista y miró a Manuela esperando que esta reaccionase a la llamada.

– Sigue hijo sigue, que me gusta escucharte – dijo Manuela dirigiéndose hacia la puerta.

– Y el que tiene qué comer, haga lo mismo – continuó Victoriano desde la cocina.

Manuela se dirigió hacia la puerta y abrió.

– ¡Hija, ¿qué haces aquí?! – Exclamó sorprendida al ver a su hija María en la puerta.

– ¿Cómo que qué hago aquí? – preguntó acalorada María entrando en la casa y soltando un par de pesados bultos que llevaba consigo-. Te dije que hoy vendría a comer contigo -, dijo dándole un beso-. Y quita el cuchillo por dios que me vas a…- se detuvo al oír una voz de fondo-. ¿Quién está en la cocina? – Preguntó extrañada.

– Nada hija, un chaval de Jaén que ha venido de visita al pueblo.

María se mantuvo un segundo en silencio y prestó atención.

– …y orando, el cielo se abrió, y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal…

– ¿Te está leyendo la Biblia? – Exclamó María sorprendida-. ¡Si tú no crees en nada de eso!

– Ay calla – le instó su madre-. Que el pobre tiene la cabeza comía y le han hecho venir hasta aquí con el calorcico que hace hoy. Déjalo que me lea, que me estaba haciendo compañía…

María puso los ojos en blanco negando con la cabeza. Conocía de sobra a su madre y ya estaba acostumbrada a ella y a sus rarezas.

– Anda, ayúdame a subir las bolsas, que te he traído unas toallas nuevas – le pidió María a su madre señalando las bolsas y secándose con el dorso de la mano unas gotas de sudor que habían comenzado a recorrer su frente -. ¡Y suelta el cuchillo por Dios bendito!

– Ay espérate, que me quedaban tres judías por pelar. Siéntate un momento en la cocina conmigo y ahora subimos eso.

María la siguió resignada a la cocina donde Victoriano seguía inmerso en la lectura del Evangelio de San Lucas.

– …hijo de Matusalén, hijo de Enoc, hijo de…

– Victoriano, perdona – le interrumpió Manuela-. Te presento a mi hija, María.

Victoriano se levantó de la silla de forma respetuosa y le tendió la mano repitiendo su nombre a modo de presentación.

Los tres se sentaron a la mesa y Manuela sacó de la nevera un salchichón que cortó en rodajas y sirvió a modo de aperitivo.

– Está buenísimo, señora – agradeció Victoriano visiblemente hambriento, conteniéndose para no atacar salvajemente el plato de salchichón.

– Espera que voy a cortar también un poco de queso – dijo Manuela sonriendo a la vez que sacaba de la nevera una porción de queso curado.

– Mamá, yo voy a subir mientras las toallas – anunció María levantándose de la silla-. ¿Dónde te las pongo?

– A ver, enséñamelas hija, y según cómo sean te digo dónde colocarlas – accedió Manuela siguiéndola en dirección a las bolsas.

María empezó a mostrarle los distintos tonos y tamaños que había comprado y Manuela le dio indicaciones gesticulando con el cuchillo.

– ¡No, si ya verás tú… que al final me vas a cortar! – le regañó María.

– Ay hija, no seas coñazo y súbeme eso para arriba.

– ¿Coñazo yo? Vamos, tienes a uno ahí leyéndote la Biblia y el coñazo soy yo.

– Osú hija, ya se te ha pegao la mala follá granaína

Con la discusión no se percataron de los ruidos y aspavientos que el joven Victoriano había comenzado a emitir mientras se atragantaba con un pedazo de salchichón. Asustado y sin poder respirar se incorporó como pudo y se acercó hasta la puerta de la cocina. Las dos mujeres aún tardaron unos segundos en darse cuenta de que la vida del joven peligraba. Con la cara roja y el cuello tenso, incapaz de articular palabra, imploraba ayuda con la mirada.

– ¡¿Pero qué le pasa a este?! – se asustó María-. Ay mamá, que se ahoga, ¡que se ha atragantao con algo! – adivinó finalmente al ver como se comportaba.

Victoriano se tambaleó y su cuerpo inició una caída sin freno dirección al suelo.

– ¡Que se cae! – gritó Manuela intentando asirle.

No pudieron sujetarle debidamente y las desequilibró, provocando que finalmente los tres cayeran golpeándose contra el frío mármol. María había caído de culo a un lado y Manuela, la peor parada, había caído con Victoriano encima. El muchacho, que aún convulsionaba levemente, parecía no estar dispuesto a moverse, así que finalmente tuvo que ser la hija de la aplastada la que lo empujara a un lado para liberar a su madre.

El sonido del cuchillo deslizándose a través de la carne fue evidente. Ambas miraron horrorizadas el arma ensangrentada que aún sujetaba Manuela con fuerza para a continuación dirigir la mirada hacia Victoriano, quién además de yacer con la mirada perdida y la cara morada, tenía una mancha roja en la camisa blanca que se expandía de forma descontrolada.

– ¡Mamá! ¡Lo has matao!

– ¡¿Cómo que lo he matao yo?! ¡Si ya se estaba muriendo él solo! – respondió Manuela histérica.

– ¡Se suponía que tenías que ayudarle, no que rematarlo! ¡Mira que te dije que dejaras el puto cuchillo tranquilo!

– ¡Y dale con el cuchillo! ¡Ala, que le den al cuchillo! – Exclamó Manuela tirándolo a un lado.

– ¡¿Y si no se ha muerto todavía?! – Gritó María arrodillándose junto a Victoriano para intentar encontrar algún signo que indicara que aún seguía con vida.

– ¿Pero tú has visto la cara de muerto que tiene el chiquillo?

– ¡Llama al 112 o algo!

– Ay sí… – Manuela desapareció en busca del teléfono y volvió al salón marcando los dígitos del número de emergencias-. Espera… – se detuvo antes de pulsar el botón de llamada-. Que lo he matao yo… ¡que me van a detener!

– ¡Ah, ¿ahora sí lo has matao tú?! – María la miró exasperada-. Trae para acá el teléfono.

– Que no, hija – se negó Manuela alejándolo de las manos de su hija.

María se detuvo, inspiró grave y profusamente y repitió de forma más pausada:

– Mamá, dame el teléfono.

– Que no hija, que me van a meter en la cárcel y no quiero morirme en una jaula.

– ¡Mamá, dámelo! – gritó María abalanzándose a por ella.

Sin pensarlo Manuela estrelló el teléfono con todas sus fuerzas contra la pared.

– ¡¿Qué coño haces!? ¡¿Estás loca?! – berreó María.

– ¡Cállate ya por dios! ¡Que acabo de matar a un hombre! – sollozó Manuela.

– ¿Un hombre? ¡Yo diría un niño! – puntualizó María haciendo que su madre se sintiera aún peor y rompiese a llorar hasta desplomarse en el suelo. María se arrodilló y abrazó a su madre que lloraba desconsoladamente.

Cuando Manuela se hubo calmado, su hija insistió amablemente en que debían llamar a emergencias, a lo que ella se negó.

– No hija, he matao a un hombre – comenzó a hablar con frialdad-. No quiero acabar en la cárcel. Y no lo conocía de nada, así que si lo hacemos bien, este podría ser un crimen perfecto.

– ¡¿Pero qué me estás contando, mamá?! – exclamó asustada su hija.

– Tranquila, María. – La frialdad que se había apoderado de Manuela asustaba-. Cuando se haga de noche pondrás el coche en la puerta, lo meteremos como podamos y lo llevaremos hasta el embalse de la Fernandina. Una vez allí lo tiramos con pesos para que se hunda.

Su hija la miraba pálida por la frialdad con la que le había dicho aquello y sobre todo por lo que le estaba obligando a hacer. María se quedó en el suelo con la mirada perdida intentando digerir las palabras de su madre, mientras ésta desaparecía para volver poco después con las toallas que le había traído su hija. Casi de manera automática María ayudó a su madre a colocar toallas en el suelo y juntas empujaron el cadáver de Victoriano hasta colocarlo sobre ellas. Cogieron múltiples bolsas de basura y lo envolvieron lo mejor que pudieron. Acto seguido comenzaron a limpiar las manchas de sangre del suelo. Manuela fregó el cuchillo en la cocina y se desvistió para deshacerse de su ropa manchada de sangre.

– Voy a darme una ducha – anunció.

– Vale-. Fue lo único capaz de pronunciar María, que se quedó esperando en el salón, sentada en el sofá y contemplando el bulto envuelto en bolsas de basura. Era cómplice de un asesinato.

Las horas pasaron lentamente y madre e hija esperaron impacientemente hasta la noche para continuar con su plan. Vivían en el extremo sur del pueblo, junto al campo, por lo que en principio no debían preocuparse de vecinos cotillas o miradas indiscretas.

Una vez que la oscuridad se hizo casi completa María salió a por su coche, un Ford Focus del 2000, aparcado a unos cincuenta metros de la casa. Cuando llegó a él, abrió con calma la puerta y se sentó en el interior. Sentía una presión en el estómago que la sobrecogía completamente. Tenía miedo y sus lágrimas escaparon de sus ojos para sofocar su dolor. Finalmente arrancó evitando encender las luces, sacó el coche de la fila de vehículos aparcados y cuando se hubo situado en el centro de la calle se paró en seco. Encarna se dirigía a casa de su madre.

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Manuela estaba ultimando detalles mientras esperaba a su hija. Había estado buscando cadenas y objetos metálicos que sirvieran como pesas para hundir el cadáver en el fondo del pantano. Unos nudillos golpearon la puerta y de forma automática abrió esperando que fuera su hija. Cuando vio de quién se trataba el corazón le dio un vuelco. Allí bajo el marco de la puerta estaba Encarna, una vecina de sesenta y siete años – aunque aparentaba el doble-, envidiosa, cotilla y mezquina. Manuela y ella no eran precisamente buenas amigas. Habían tenido numerosos encontronazos en el pasado y ahora simplemente se toleraban. Lo que no sabía Manuela era qué diantres hacía allí, en ese preciso momento.

Encarna era una mujer menuda, de cabello teñido en tonos rubios, cabeza redonda y permanente expresión de asco. Sobre el labio superior, una hilera de vellos sin depilar conformaba un bigote del que un adolescente pre-púbico habría tenido verdadera envidia. Vestía siempre de negro desde el fallecimiento de su marido hacía veinte años y despedía un olor rancio desagradable.

– Vengo a pedirte el dinero para el viaje a Málaga de la asociación de vecinas de Guarromán – anunció Encarna sabiendo que no era bienvenida.

– ¿Qué pasa, no podíais esperar a mañana? – preguntó Manuela algo airada y nerviosa mientras intentaba cerrarle la puerta en la cara. Encarna impidió que cerrase la puerta introduciendo el pie entre ésta y el marco con un movimiento impropiamente rápido para su edad.

– ¿Qué tienes ahí, Manuela? – preguntó Encarna, cuyos ojos inyectados en sangre habían divisado un extraño bulto en mitad del salón. Como si de una hiena que había olido un cadáver se tratase, Encarna empujaba la puerta con una fuerza sobrehumana, dispuesta a abalanzarse sobre la carroña.

– Es sólo una alfombra antigua de la que iba a deshacerme – mintió Manuela abriendo la puerta derrotada por el poderosos instinto depredador de Encarna.

Encarna dio un paso hacia el interior de la casa contemplando el bulto del salón. Manuela estaba aterrada. Las piernas le temblaban y un sudor frío le recorría la espalda. Los orificios nasales de Encarna se abrieron absorbiendo todo el aire de la habitación.

– Huele raro – dijo mientras se acercaba dos pasos más hacia el cadáver analizando con sus malvados ojos cada rincón del salón.

– Mira Encarna, mañana te pago, de verdad – suplicó Manuela-. Me has pillado en mal momento.

Encarna la miró y pareció satisfecha. Con un ronco gruñido se dispuso a abandonar la casa. Pero en el último momento se giró hacia el cuerpo de Victoriano.

– Déjame ver la alfombra, siempre he querido tener una así de grande – pidió mientras se arrodillaba junto al cadáver sin esperar a que su vecina le diera permiso.

– ¡Encarna, no…! – gritó Manuela.

Pero ya era demasiado tarde. Encarna había palpado con fuerza la zona del bulto que se correspondía con la cabeza de Victoriano y notó bajo sus manos la inconfundible forma de una nariz y una cabeza humanas. Inflada por la emoción y la adrenalina rasgó con sus zarpas la bolsa y descubrió el rostro pálido de Victoriano.

– ¡Un muerto! – gritó poniéndose en pie a la vez que se santiguaba, aunque en realidad la sensación que la invadía no era de miedo o temor, sino una extraña mezcla de emoción y euforia-. ¿Quién es este Manuela? ¿Lo habéis matado? ¿Por qué lo teníais envuelto en bolsas de basura?

Manuela se había quedado de piedra. Era incapaz de reaccionar, incapaz de dar una explicación.

– ¡Asesina! – el grito de Encarna sacó a Manuela de su ensimismamiento-. Ahora mismo voy a llamar a la policía.

– ¡No, espera! – Suplicó Manuela mientras la agarraba de la falda.

De nuevo la fuerza de aquel malvado cuerpecillo la superó y no pudo evitar que saliera a la calle gritando improperios.

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María había estado esperando en el interior del coche con el motor encendido. Cuando vio a Encarna saliendo de casa de su madre gritando y forcejeando el mundo se le vino abajo. Su mente se nubló y con un grito silenciado de terror, procedente de lo más profundo de su interior, pisó el acelerador. La cabeza de la atropellada golpeó fuertemente el capó con un ruido sordo. María detuvo el vehículo y encendió los faros. A unos metros por delante yacía el cuerpo sin vida de Encarna. Se bajó del coche con el corazón acelerado y se acercó a su víctima. Su madre ya estaba allí, sollozando y cerciorándose de que estuviera realmente muerta.

A duras penas, consiguieron introducir los dos cuerpos en el maletero del vehículo, envueltos en una mezcla de toallas y bolsas de basura. Realizaron todo el trayecto sin pronunciar palabra alguna. La primera parada fue en el embalse de la Fernandina, donde arrojaron el bulto correspondiente a Encarna, envuelto en una buena sarta de cadenas y diversos objetos metálicos que aseguraran su rápido hundimiento.

Para deshacerse del cuerpo de Victoriano condujeron hasta el embalse del Guadalén. Detuvieron el coche sobre la presa, sacaron su cuerpo del maletero y, sujetando una por los pies y otra por los hombros, lo balancearon y soltaron a la de tres, arrojándolo por encima de la baranda, directamente al agua.

Madre e hija se quedaron allí, en la oscuridad, contemplando el cielo iluminado de estrellas.

– Que Dios lo acoja en su seno – susurró Manuela.

– Amén.

 

EL ÚLTIMO HOMBRE – Parte V, Luz al final del tunel

Enseguida comenzó a oír el murmullo del agua. El olor comenzó a hacerse insoportable. Poco después su túnel desembocó en un gran canal por el que circulaba un torrente de aguas fecales. A cada lado había un pequeño paso para operaciones de mantenimiento. Tomó el que comenzaba delante de él y siguió el curso del agua intentando no perder el equilibrio. Recibir un baño de aguas olorosas no era una idea que le motivara demasiado.

Conforme caminaba iba barajando las distintas posibilidades que se presentaban ante él. Aquél canal acabaría desembocando en la depuradora, pero probablemente mandarían un efectivo del SSC para esperarle cuando saliera a la superficie. La mejor idea sería la de efectuar algún movimiento sorpresa, algo que les pillase desprevenidos.

Tras un rato caminando comenzó a inspeccionar los túneles que se abrían en la pared, similares al que él había usado para llegar hasta allí.

En uno de ellos percibió fuertes vibraciones que provenían de zonas superiores. Se trataba de los trenes subterráneos de servicio. Podía ser alguno de pasajeros o de mercancías. Quizás podría acceder a alguno de ellos y usarlo para acercarse aún más al borde de la ciudad o incluso alejarse de ella.

Ese pasadizo en el que se había adentrado era más largo de lo habitual. En realidad nada le aseguraba que al llegar al final de dicho pasadizo existiría una salida que pudiera atravesar, pero debía arriesgarse.

Poco después comprobó desanimado que aquél túnel acababa en una pared. No tenía salida. No entendía qué sentido tenía aquello.

Un ruido procedente de un tren en marcha le hizo darse cuenta que sobre él, había una tapa de alcantarillado, y que sobre la pared, había algunos escalones de metal.

Usó los escalones para ascender hasta la tapa, retirarla y salir al exterior. Estaba en medio de unas antiguas vías que comenzaron a vibrar enormemente. Un tren se acercaba. No tuvo tiempo de inspeccionar los alrededores para saber si existía algún recodo en el que pudiera esconderse para que no lo atropellaran, así que, cuando vio aparecer un tren a lo lejos saltó rápidamente al interior del pasadizo. El golpe contra el suelo fue contundente y se dobló uno de los tobillos al caer.

Por un momento se asustó ante la posibilidad de haber sufrido algún tipo de esguince, pero se tranquilizó al comprobar que, aparte de un ligero dolor por el golpe, podía seguir caminando perfectamente.

Una vez que el tren hubo pasado por encima de él, volvió a ascender y comenzó a correr a paso ligero en en la misma dirección.

Algunos minutos después llegó a una dársena de intercambio. El tren que había visto pasar era un tren de mercancías encargado de introducir material de todo tipo en la ciudad. Esos trenes salían de la ciudad y llegaban hasta las estaciones de acopio. Si podía montarse en él sin que lo supieran, podría viajar como polizón y salir de una vez por todas de esa jungla de cemento en la que habitaba.

Vio a algunas operarias descargando el material y decidió probar suerte por la cara opuesta del vehículo.

Todos los vagones estaban herméticamente cerrados y no había ningún tipo de protuberancia en la que pudiera agarrarse. En esos trenes, la única estancia habitable era la cabina de la maquinista, y allí era donde debería dirigirse él.

Tras vigilar pacientemente en la sombra, actuó en un momento en el que pensó que no sería visto por nadie, y con agilidad salió de las vías y entró en la cabina de la maquinista. No era muy grande, pero estaba mal iluminado. Se ocultó en una esquina con la esperanza de que, cuando fuera notada su presencia, el tren ya hubiera arrancado y tuviera tiempo de hablar con la maquinista para convencerla. U obligarla si se daba el caso.

Cuando la maquinista regresó a la cabina, no se percató de su presencia como había esperado. Activó los controles e hizo andar el tren.

–  Si sigues mis indicaciones nadie saldrá herido – dijo Saigo rodeándole el cuello con el brazo desde atrás.

La maquinista se llevó un gran susto y tardó en articular alguna palabra con sentido.

–  No te preocupes, no quiero hacerte ningún daño, pero tampoco quiero que me lo hagas tú a mí, o que actúes como no deberías hacerlo.

–  ¿Qué quieres? ¿Quién eres? – preguntó la mujer asustada-. Esa voz… no, no puede ser…

–  Sí, lo es, soy Saigo – afirmó.

–  ¿Saigo? ¿El último hombre? ¿Pero qué…? ¿Cómo…?

–  Sí, lo sé – habló él ante la imposibilidad de la mujer por efectuar una pregunta-. Es extraño e inusual que yo esté aquí, pero quiero salir de la ciudad y creo que tú podrías ayudarme. ¿En qué dirección va este tren?

–  Estamos yendo hacia el sur, Saigo – contestó ella después de dudar varias veces -. Estamos pasando bajo la Zona 5 ahora mismo.

–  Entonces debe faltar poco para salir de la ciudad en dirección a las factorías de acopio, ¿verdad?

–  Sí, tan sólo queda una parada – contestó ella reafirmando sus pensamientos.

–  ¿Una parada? Vaya… – eso expondría de nuevo a Saigo. ¿Cómo podía hacer para evitar que aquella mujer le traicionara?- ¿Qué podría hacer para saber que puedo confiar en ti?

–  Puedes confiar en mí – respondió rápidamente la maquinista-. No haré nada que no quieras que haga, pero suéltame por favor.

–  Vale, tranquila, te soltaré para que te sientas más cómoda, pero por favor no intentes activar algún mecanismo de emergencia.

Saigo la liberó y la maquinista se llevó una mano al cuello. No podía soltar las dos manos a la vez de los mandos, así que Saigo se situó en una zona donde pudieran hablar cara a cara sin necesidad de hacerlo.

–  ¡Es cierto que eres tú! – exclamó ella-. No me lo puedo creer. ¿Por qué quieres escapar? Cualquier desearía poder vivir allí arriba, en la zona alta, con el nivel de vida del que dispones.

–  Te equivocas – contestó Saigo furioso-. No tengo libertad. En mis casi dieciséis años de vida sólo he recibido mentiras por todas partes. Mi historia es una farsa televisada. Estoy harto.

–  Mejor eso que estar obligada a trabajar horas y horas por un salario mínimo, obligada a vivir en la Zona 5 rodeada de miseria.

–  No puedes entenderme – se lamentó Saigo. Por un momento se planteó que toda aquella huida fuera una idea inconsciente fruto de una pataleta infantil o de la rebeldía adolescente. No, no podía pensar eso. Él no era libre, quería su libertad, aunque para alcanzarla debiera pagar con sudor y sangre.

Ambos guardaron silencio. El hecho de que no le mencionase nada sobre su supuesto crimen lo tranquilizó. Quizás aún no se había publicado ninguna noticia sobre ello.

–  Estamos llegando a la próxima parada.

–  ¿Qué tendrás que hacer? – preguntó Saigo nervioso.

–  Mientras las operarias descargan yo llevaré la ficha de registro hasta la oficina para que me la sellen, esperaré a que se haya completado la transferencia y volveré a la cabina.

–  ¿Cuánto tiempo te llevará eso?

–  Generalmente no suele llevar más de diez minutos…

–  Que sean diez – le interrumpió él-. Ni un minuto más. No quiero que me traiciones. Como empiece a observar algún movimiento extraño correré a por ti y te haré desear no haberme traicionado nunca. Si tardas más de diez minutos supondré que me has traicionado, así que ya sabes.

–  Bueno, bueno, relájate. Ya te he dicho que no te voy a traicionar – respondió ella visiblemente molesta.

El tren se detuvo y todo comenzó a ocurrir tal y como ella había dicho. Saigo esperaba en una esquina de la cabina, en cuclillas, controlando el tiempo con el reloj de su tableta.

La espera se hacía eterna. Comenzó a impacientarse. Nervioso comenzó a levantarse para mirar al exterior. Divisó a las operarias descargando y buscó el lugar donde estaría la oficina. Vio a la maquinista aparecer en la puerta y mirar en su dirección. Luego volvió a entrar. Se temió lo peor.

Varias horas antes había sido cruelmente engañado. Había aprendido de la forma más dura en que podía hacerlo, y ahora, no se fiaba de nada ni de nadie.

Tomó entonces una decisión. Se acercó a los mandos y los observó. Había una palanca para aumentar y disminuir velocidad. Era la que ella había mantenido durante el viaje. Puede que fuera lo único que necesitaba para arrancar.

Sin esperar más decidió probar, empujó la palanca hacia delante y el tren comenzó a acelerarse. Una de las operarias que había entrado en un vagón, corrió a saltar sobre la dársena cuando vio que el tren se ponía en movimiento, al mismo tiempo que las demás comenzaban a gritar. La maquinista salió de la oficina acompañada de otras trabajadoras, pero ya era demasiado tarde.

Saigo se alejó de allí y mantuvo una velocidad media alta. Varios minutos más tarde comenzó a percibir luz natural y poco después salió de un túnel hacia la superficie. Se asomó a la puerta de la cabina y miró atrás. Jamás en su vida había tenido esa perspectiva de la ciudad. Por fin estaba fuera.

Continuará…

EL ÚLTIMO HOMBRE – Parte IV, Desolación

–  ¿Y ahora qué? – preguntó Rubén tras dar un sorbo a su café bombón. Pedro, Marcos y Alonso compartían mesa con él en la terraza de “La marisma”, un apacible café cercano al paseo marítimo.

–  ¿Qué de qué? – Preguntó Pedro haciéndose el sueco.

–  Pues qué va a ser, tu historia, “el último hombre” – contestó Rubén-. Has llegado a un punto de inflexión, tu personaje ha vivido un incidente fuerte y la historia ha alcanzado una nueva escala. Ahora, ¿qué es lo que va a pasar?

–  Pues no lo sé la verdad. Creo que se me está yendo de las manos – confesó Pedro con aire distraído mientras se centraba en doblar una y otra vez el sobrecito de azúcar vacío.

–  ¿Sabes hasta dónde quieres llegar? ¿Cuántas partes va a tener esta historia? – Intervino Marcos.

–  Pues no lo había pensado mucho. Empecé a escribir y publicar directamente.

–  Tio – intervino Alonso-, lo malo de publicar muchas partes es que poco a poco la gente empieza a seguir menos lo que escribes, y si alguien nuevo entra al blog quizás no se anime a leer un relato que ya va por su trigésimo cuarto capítulo.

–  A no ser que seas un friki como Rubén – bromeó Marcos, quien acto seguido recibió una patada bajo la mesa por parte del susodicho.

–  Yo creo – continuó Alonso-, que una fórmula que siempre funciona es un relato no excesivamente largo, que tengas completamente acabado y que puedas dividir en tres, cuatro o cinco partes, publicándolo como “parte 1 de 4” o “parte 3 de 4”, así la gente sabrá que hay un final y que la historia está cerrada.

–  A no ser que dejes un final abierto de mierda como hiciste la última vez – le increpó Marcos-, que ni era final ni era nada. Valiente truño.

–  Joder Marcos, no te pases – dijo Rubén defendiendo a Pedro-, era original.

–  ¡Original mis cojones! – se quejó Marcos-. El final de “Perdidos” a su lado era una maravilla.

–  Pues a mí me gustó el final de “Perdidos” – se atrevió a decir Rubén.

–  Claro, porque en tu cabeza en vez de cerebro tienes serrín.

–  ¿Pero quién coño ha invitado a este tio? – bromeó Pedro refiriéndose a Marcos-, ¡Camarero! ¡Llévenselo de aquí! – dijo haciendo como que llamaba a alguien mientras señalaba a su amigo-. En fin, volviendo al tema, tenía pensado contar como Saigo continuaba su camino por el túnel de alcantarillado, alcanzando finalmente un tren de reparto de mercancías subterráneo, en el que se colaba para salir de la ciudad.

–  Sí pero, ¿se va a ir así sin más? – preguntó Antonio-. Joder, que acaban de matar a su novia.

–  No es su novia – le corrigió Rubén-. Además ella le utilizó y él la odia por eso, aunque sí es cierto que verla morir así lo ha tenido que dejar muy tocado.

–  Lo cierto es que no quiero contar una serie de sucesos sin más – aclaró Pedro-. No quiero escribir una historia vacía y para evitarlo creo que debería dedicar algo de tiempo a hablar de lo que la muerte de Alice le supuso y de cómo se siente después de ello. Ha sido algo traumático…

 

Saigo abrió los ojos. Se había dormido abrazado al cuerpo frío de Alice. Ya no era capaz de derramar ni una sola lágrima más. Había llorado demasiado. Se sentía más sólo que nunca, expuesto a una situación que no era capaz de afrontar. Ahora se daba cuenta de lo débil que era. Se maldijo por haber huido, por haber sido un irresponsable. ¿Podría dar marcha atrás y recuperar su vida normal como si nada de aquello hubiera sucedido?

A pesar de no haber pasado más de cuarenta y ocho horas desde que escapase del edificio Karloff le parecía como si hubieran sido semanas o incluso meses. Había sido obligado a aprender una lección de la peor forma posible. Aún era sólo un niño. Un niño estúpido, engreído e insensato.

<< ¡¡¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaah!!!>> Gritó todo lo fuerte que pudo para sofocar su rabia y su dolor. Gritó y maldijo hasta que su garganta no pudo más y se quedó contemplando el rostro de Alice, aún en sus brazos. Había bajado con delicadeza sus párpados y ahora añoraba el brillo verde de sus ojos. Sus labios, otrora rojos y cálidos, habían perdido todo el color y el calor que una vez tuvieran, pero los besó una última vez antes de dejarla suavemente sobre el suelo frío.

Ante él tenía la posibilidad de huir e irse lejos como tanto había deseado pero, ¿qué pasaría si lo hacía? ¿Qué pasaría con los cuerpos de Madame Fat y Alice? ¿Debía denunciar sus asesinatos? No, no tendría sentido. Nadie le creería si no había más testigos que la capitana Matt, cuya posición y jerarquía harían prevalecer su versión de los hechos por encima de la de él. En un juicio Saigo acabaría siendo vapuleado, considerado un criminal y juzgado como tal. Pero si se marchaba el resultado sería el mismo. Su huida sería considerada como la confesión de su crimen. Se convertiría en asesino y fugitivo.

Se imaginó en su cabeza las declaraciones de la Capitana Matt ante la justicia: “Éste joven desalmado no es más que el fiel reflejo de la crueldad masculina que ha lacrado nuestra existencia durante tantos años. Huyó del hogar familiar donde era querido y protegido, guiado por sus instintos más salvajes y animales, y se aprovechó de la debilidad de una anciana, matándola para posteriormente violar a su nieta. Cuando lo encontramos e intentamos detenerlo, logró hacerse con mi arma y amenazó con matar a la joven Alice que lloraba desconsolada. Tratamos de hacerle entrar en razón pero no quiso dialogar y ante nuestra tímida insistencia apretó el gatillo, acabando así con la vida de la joven. ¿Acaso queremos que estas conductas vuelvan a repetirse? Los hombres tuvieron su momento. Pongamos fin a una era de dominación, abuso y crueldad”. Unas palabras así serían aplaudidas por la mayoría del jurado que le condenaría a muerte o lo recluiría de por vida.

Estaba claro que si la capitana Matt le había dejado marchar no era un gesto de buena voluntad. Había empeorado enormemente la situación de Saigo. Era un animal acorralado.

Paralizado y ensimismado por el miedo, tardó en darse cuenta de que alguien había entrado en la casa. Comenzó a escuchar pasos provenientes de la planta superior. Eran varias personas. Una de ellas parecía estar dando indicaciones a las demás.

Fustigado por el peligro inminente, Saigo miró a Alice por última vez, dirigió su mirada hacia las profundidades del túnel que se abría ante él y corrió para alejarse de allí. No quería plantearse si aquello era o no lo correcto, sólo quería huir.

Continuará…

EL ÚLTIMO HOMBRE – Parte III, Traición

Antes de continuar asegúrate de haber leído «El último hombre – Parte II, Alice»

https://lacalistrera.wordpress.com/2015/03/30/el-ultimo-hombre-parte-ii-alice/

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–  ¡Seguridad Ciudadana! – gritó alguien irrumpiendo en la habitación. Saigo se sobresaltó. Un grupo de unas ocho mujeres del SSC entró en la habitación en la que había pasado la noche con Alice, quién intentó escapar de allí desnuda pero fue retenida por una de las mujeres de Seguridad. Le tiraron de los pelos y la obligaron a arrodillarse.

Saigo sintió pavor, vergüenza por ser hallado así y rabia por haber sido encontrado. Sería devuelto al edificio Karloff sin la menor opción de lucha.

–  ¿Qué coño has hecho Saigo? – preguntó la cabecilla del grupo, a la que Saigo reconoció como la Capitana Matt, jefa de seguridad del edificio Karloff.

Saigo no respondió. Temblaba de miedo. Avergonzado se puso sus calzoncillos y se levantó lentamente de la cama.

–  Llevadme si queréis, pero dejadla – habló refiriéndose a Alice.

–  ¿Te la has follado, idiota? – preguntó enfadada la Capitana Matt mientras se acercaba a Alice, la agarraba y volvía a hacer que se arrodillara ante ella-. Vamos, zorra, díselo, dile por qué lo has hecho.

Alice sólo lloraba, no era capaz de pronunciar palabra.

–  ¡Déjala! – suplicó Saigo.

–  ¿Que la deje? La dejaré cuando confiese ante ti por qué hizo lo que hizo – agarró los pelos de Alice y tiró de ellos mientras le ordenaba que hablase.

–  Estoy enamorada de él. Siempre le he amado desde que lo veía en la televisión – dijo Alice con un hilo de voz.

–  ¡Mientes! – gritó la Capitana Matt tirándole de los pelos-. ¡Dí la verdad!

Alice comenzó a llorar más fuerte y entre los sollozos llegó a decir << Quiero ser famosa…>>.

–  ¡Más fuerte! Creo que aquí Casanova no te ha oído – volvió a ordenarle Matt.

Pero no tenía razón, sí que la había oído. Saigo se sintió engañado y traicionado. Comenzó a sentirse mareado. Se preguntaba una y otra vez qué había hecho.

–  ¿Te das cuenta Saigo? ¿Sabes lo que pagarían en televisión por una entrevista de la primera mujer que engendrase un hijo tuyo? ¿Sabes la audiencia que obtendría un programa televisivo en el que se descubriera si tu primer descendiente sería o no un varón? ¿Te paraste a pensarlo? – Bramó Matt.

Saigo comenzó a llorar. Nunca se había sentido tan estafado. Era demasiado inocente, había estado demasiado protegido, nunca le habían dejado que se enfrentase al mundo exterior, y en su primera vez había sido engañado como un tonto. La Capitana Matt soltó a Alice una vez que obtuvo lo que quería y la dejó escabullirse.

–  Traed a la gorda – ordenó.

–  ¡Madame Fat! – exclamó sorprendido Saigo al ver el estado en el que apareció la abuela de Alice. La habían golpeado. Tenía un ojo morado y el labio inferior le sangraba.

Matt arrojó sobre la cama una bolsa de tela.

–  Ahí está tu dinero. La muy inútil usó tu tarjeta de crédito mientras dormías. Gracias a ello dimos con ella, y ella nos trajo hasta ti.

–  ¿Por qué…? – Saigo no entendía la conducta de Alice y Madame Fat. ¿Por qué todos eran así de crueles?

–  ¿Entiendes ahora la sobreprotección que tu madre se ve obligada a imponerte? – preguntó la Capitana Matt en un tono más calmado-. Vivimos en un mundo de fieras y alimañas. Anda, vístete y te llevaremos a casa.

Saigo obedeció apesadumbrado. Había sido derrotado. El hecho de haber sido engañado le dolía casi más que la certeza de volver a ser encerrado en el Edificio Karloff. Cuando se hubo vestido cogió su mochila. Llevaba ya varios segundos meditándolo. Por encima del sentimiento de derrota que le embargaba, había una parte dentro de él que gritaba a voces contra su obligación.

–  No voy a ir – dijo al fin.

–  ¿Cómo? – preguntó la Capitana Matt sorprendida. Se acercó a él dispuesto a agarrarlo, pero él ya había metido la mano en la mochila, sacado la navaja y colocado sobre su propio cuello-. ¿Qué estás haciendo insensato?

–  Si das un paso más me cortaré el cuello.

–  Dios santo, el último hombre tenía que ser un gilipollas – exclamó Matt exasperada-. Te dejaría desangrarte encantada pero tengo órdenes de devolverte al Edificio Karloff.

Dio otro paso hacia él y entonces Saigo apretó un poco la navaja contra su piel hasta que notó un hilillo de sangre deslizándose por su cuello.

–  ¿Qué haces? ¿Realmente prefieres morir? – preguntó sorprendida Matt.

–  ¿Crees que puedo llamar vida al día a día en el Edificio Karloff? No sé nada de la vida. Me han estado ocultando información de todo tipo durante mis casi dieciséis años, me han sobreprotegido tanto que apenas he podido alejarme un par de calles de mi casa y siempre rodeado de una escolta formada por un mínimo de cinco mujeres. Cualquier idiotez que hago se convierte en noticia. Soy un puto mono de feria. Soy un niñato inocente y estúpido, pero cambiaré eso. Lo haré. Lejos de aquí.

Apenas hubo terminado su emotivo discurso, un tortazo le cruzó la cara a tal velocidad y con tal fuerza que le hizo caer sobre la mesita de noche de forma aparatosa. La navaja cayó de sus manos y fue a parar directamente bajo la cama. La Capitana Matt, que había sido la autora de tan salvaje golpe, lo cogió de la oreja y retorciéndosela le obligó a acompañarla.

La posibilidad de escapar se había esfumado, pero además estaba perdiendo todo atisbo de dignidad. Estaba siendo tratado como un niño pequeño y la vergüenza que sentía se equiparaba a la decepción y a la pena que le inundaba por haber fracasado en su intento de fuga.

Cuando la comitiva cruzaba el vestíbulo de la vivienda dispuesta a salir, se escuchó un zumbido y tanto las ocho agentes del SSC como Saigo se derrumbaron inmovilizados. Alice había activado un sistema de seguridad contra intrusos que electrificaba el suelo de la entrada de su vivienda administrando una descarga de 50.000 voltios durante cinco segundos.

–  ¡Te arrestarán por esto! – exclamó Madame Fat asustada cuando vio lo que había hecho su nieta.

–  Cállate y ayúdame a sacarlo de aquí.

Cuando Saigo despertó se encontraba en un pasillo oscuro y húmedo. Alice estaba a su lado, agarrándolo de las solapas del abrigo. Le había estado zarandeando suavemente para que volviera en sí.

–  Sé que no vas a perdonarme, pero no podía dejar que te llevaran –confesó ella con aquella voz que tanto le seducía-. Estás en el sótano de la casa de mi abuela. Antiguamente pertenecía al jefe de limpieza de las cloacas de la ciudad, quien disponía de este pasadizo para acceder a ellas directamente. Es tu única vía de escape. Debes irte.

–  Pero tú… – comenzó a decir Saigo atontado-, te cogerán. Te detendrán o te harán cosas peores.

–  Quizás lo merezca – sentenció la joven avergonzada sin atreverse a levantar la mirada.

Saigo se quedó mirándola. En cierto modo se le encogía el estómago al ver a Alice con aquella actitud triste y apesadumbrada, pero por otro lado la odiaba por haberle engañado y utilizado. No sería capaz de perdonarla nunca.

–  ¿Dándoos el beso de despedida tortolitos?

Ambos se quedaron paralizados. Era Matt, los había alcanzado.

–  ¿Dónde está mi abuela? – Se atrevió a preguntar Alice.

–  ¿Esa masa de carne que me obstaculizaba la entrada a las escaleras de las entrañas de su cochambrosa chabola? Creo que ha muerto.

Alice dejó escapar un chillido y sus ojos se inundaron de lágrimas.

–  Voy a darte una buena noticia niño – comenzó a decir Matt mirando fijamente a Saigo-. Te dejaré marchar porque eres un montón de mierda y prefiero tenerte lejos de mi vista. Suficientes quebraderos de cabeza me estás dando ya.

Saigo no podía creer lo que estaba escuchando. Intentó buscar alguna palabra de agradecimiento pero Matt volvió a hablar:

–  Sin embargo me aseguraré de que tu amiga no engendre nada indeseado.

Y sin permitir ninguna palabra, acción o movimiento que lo impidiera, apuntó con su revólver a Alice y le disparó a bocajarro en el vientre. Saigo gritó y corrió a socorrerla mientras comenzaba a sangrar profusamente.

–  No vuelvas – dijo Matt mientras se alejaba.

La joven sufría espasmos y vomitaba sangre. Por más que Saigo quiso efectuarle algún tipo de torniquete, no tuvo tiempo y el corazón de Alice se detuvo apenas unos minutos después. Su cuerpo se quedó rígido y su bella mirada de ojos verdes quedó perdida en la oscuridad del túnel.Saigo la abrazó y lloró.

Perdió la noción del tiempo mientras sus lágrimas bañaban las heridas de aquél cuerpo que amó durante toda una noche.

Continuará…

EL ÚLTIMO HOMBRE – Parte II, Alice

Antes de seguir asegúrate de haber leído «El Último Hombre – Parte I, la huída»

__________

Pedro cerró la cancela al salir de casa y al momento oyó el correteo de una pequeña criatura. Era el perro del vecino que, como siempre, corrió a despedirlo con sus ladridos furiosos y amenazadores. Era un chihuahua, un perro que en su opinión se asemejaba más a una rata. Lo cierto es que era un animal feo. Pequeño, de orejas desproporcionadas y enormes ojos que parecían dispuestos a saltar de sus cuencas si se les aplicaba un poco más de presión. Le costaba entender cómo alguien podía llegar a decir “¿dónde está mi cosa bonita? ¿Quién es el perrito más guapo?”. Al fin y al cabo la convivencia con una mascota generaba fuertes lazos entre dueños y amos, pero la ceguera a la que les sometía tal amor podía llegar a ser incluso alarmante.

Más allá de la subjetividad en la percepción de la belleza canina, lo que le molestaba eran sus permanentes ladridos hacia cualquier persona o animal que pasase cerca de su puerta. Era como un niño pequeño malcriado. Evidentemente, la sobreprotección administrada por su amo había provocado que un bicho como ese no fuera consciente de su diminuto tamaño y sus reducidas posibilidades contra una buena patada. Quizás, si se hubiera visto obligado a sobrevivir en la naturaleza, habría conocido sus limitaciones y habría desarrollado comportamientos más adecuados.

Con su mente sumida en tales pensamientos llegó hasta “la cueva”, dónde ya le esperaban sus tres amigos.

__________

Una extraña canción lo despertó. Su visión comenzó a aclararse. Estaba sobre una superficie suave y junto a él había una mujer. Una señora mayor de gran volumen que entre dientes entonaba una melodía que había oído antes.

–  ¡Oh! Parece que ya despiertas – exclamó la señora-. Me tenías preocupada.

A duras penas, Saigo intentó preguntar qué había pasado y dónde se encontraba.

–  No te preocupes, aquí no te encontrarán – respondió la señora adivinando sus intenciones-. Entiendo perfectamente tu situación, pequeño. Me dabas tanta pena cuando te veía en televisión…

Le aplicó un paño de agua fría sobre la frente mientras Saigo miraba a su alrededor. Estaba sobre una cama amplia, de blancas sábanas que habían perdido algo de brillo después de numerosos lavados. La estancia era pequeña y humilde. Algunos muebles destartalados ocupaban los espacios de la habitación. Un váter y un lavabo, tapados por un biombo, completaban la extraña imagen de la estancia. Nunca se había aposentado en un lugar de tan bajo nivel, pero no le importaba.

La anciana volvió a hablar.

–  Tuviste suerte. Caíste en el lago Hawking muy cerca de la barca de mi nieta Alice. Ella te reconoció y te trajo rápidamente hasta mí. Chica lista. El golpe contra la superficie del agua te dejó aturdido. Perdiste el conocimiento y sufriste alguna que otra hemorragia interna, pero no tienes que preocuparte, no corres ningún peligro, estás en buenas manos.

–  ¿Quién… eres? – preguntó Saigo esforzándose por pronunciar cada palabra, luchando contra el enorme peso que parecían haber adquirido sus labios.

–  Soy una antigua enfermera del Hospital Saint Clarence. Me llamo Madame Fat. Y no, no es por mi desbocado estómago que no para de crecer – dijo riéndose de su propio chiste con un ligero tembleque de papada-, es el diminutivo de Fátima. Y lo de Madame ya lo sabes.

–  ¿Madame? – preguntó extrañado Saigo. Nunca se había preguntado por qué llamaban “Madame” a Madame Chú, pero estaba convencido de que ahora obtendría un significado adicional.

– ¿No lo sabes? Pobre… – se lamentó Madame Fat mientras cambiaba el paño de su frente -. Te han debido censurar multitud de información. El título de “Madame” fue concedido a todas aquellas mujeres que alguna vez procrearon con un hombre. Yo soy una de las pocas que quedan.

Su realidad cobró un nuevo sentido. No sabía por qué nunca le había preguntado a Madame Chú sobre la historia de su vida. Ahora sabía al menos que alguna vez tuvo descendencia sin partenogénesis. ¿Quién habría sido el padre de sus hijos? ¿Cómo habría sido? Saigo nunca llegó a conocer a su padre en persona. Nunca había visto a un hombre vivo, tan sólo había podido admirar imágenes en libros y en internet.

–  Deberías descansar aquí una noche más. Mañana podrás retomar tu viaje.

–  ¿No informará de que estoy aquí? – preguntó Saigo algo mareado.

–  Puedes confiar en mí. Cuando llegaste te extraje esto del cuello. Seguro que no sabías ni que lo tenías – dijo mostrándole un diminuto microchip. Saigo se llevó con sorpresa la mano a la nuca y palpó una herida recién cerrada con dos puntos de sutura-. Es un geolocalizador, pero no te preocupes, he freído sus circuitos – se giró y lo arrojó al interior del váter y accionó la cisterna-. Imagino el infierno que debes haber vivido – se dirigió a la puerta de la habitación y se volvió antes de cruzarla – llámame si necesitas algo. Ahora descansa – apagó la luz, salió y cerró.

La cabeza de Saigo daba vueltas y corrió a refugiarse en el mundo del sueño para liberar su mente y dar descanso a su fatigado cuerpo.

Un suave susurro le despertó. Una luz ténue inundaba la estancia. Era la de una vela colocada sobre una mesita de noche.

–  Hola Saigo – susurró una dulce voz.

Saigo se giró sobresaltado y observó a una joven muchacha. Estaba de pie junto a él, con un ceñido camisón. Tenía una corta melena oscura, unos ojos verdes que brillaban bajo la luz de la vela y unos labios que dibujaban una sonrisa encantadora. Se sentó en el borde de la cama y le habló de nuevo.

–  Soy Alice, la nieta de Madame Fat. Yo te encontré. ¿Cómo te sientes?

–  Bien – sonrió-, te agradezco mucho que me trajeras hasta aquí.

–  No hay de qué – contestó ella acariciando suavemente el rostro de Saigo con una de sus manos. Debía ser algunos años mayor que él-. Me tenías muy preocupada. Pensé que podía haberte pasado algo más grave. Te vi volar hacia mí. Te diste un golpe tremendo.

–  Lo sé, aún me duele un poco la espalda y la cabeza.

–  Me alegro mucho de que estés mejor – dijo ella acercando su rostro al de él-, ha sido una suerte enorme encontrarte. Es un gran placer conocerte.

–  No puedo decir lo contrario – sonrió Saigo. Estaba algo nervioso por el acercamiento de la joven.

–  Me gustaría… – comenzó a decir tímidamente-, verás, yo…nunca había visto a un hombre. Me gustaría… – rió nerviosamente-, me gustaría besarte.

Saigo no supo qué responder. Nunca había besado a una chica y que se lo preguntasen tan directamente le resultaba extraño.

–  Yo… e… – balbuceó. Pero el rostro de Alice redujo la distancia que lo separaba del suyo y sus labios hicieron contacto. Se mantuvo pegado a él varios segundos y luego se separó lentamente. Sus labios eran suaves.

–  ¿Te ha gustado? – preguntó ella sonrosándose.

–  Te confieso que es la primera vez que lo hago y… sí, ha sido… ha sido…

–  ¿Placentero? – le ayudó ella riendo tímidamente.

Ella se acercó de nuevo y sus labios volvieron a unirse.

Esa noche Saigo fue arrastrado a un mundo aún desconocido para él. Se hundió de lleno en la fantasía que desencadena el contacto de dos cuerpos y se impregnó del instinto más básico, primitivo y animal del ser humano.

__________

–  Mundo desconocido, fantasía, instinto primitivo… ¡pero qué mariconada es esta! – exclamó Marcos decepcionado tras la lectura de la aventura sexual de Saigo -. Parece que te dé vergüenza decir pene, teta o culo. Hoy en día la gente está muy acostumbrada a leer escenas sexuales super explícitas.

–  Tiene razón – opinó Rubén -, mira “Cincuenta Sombras”. Hay toda una legión de mujeres a las que les encanta el tema.

–  Y bastantes hombres, ¿eh? – puntualizó Alonso.

–  Bueno… no sé… – dudó Pedro -, ¿qué queréis, que describa como alzó su camisón, rodeó su cuerpo, palpó sus curvas, recorrió la suave piel de su espalda mientras la besaba…?

–  ¡Pero tío! – le cortó Marcos – EXPLÍCITO, ¿sabes lo que significa? Comerse una teta, lamer un pezón, meterla hasta el fondo, agarrarle el culo, embestirla contra la cama…

–  ¡Vale, vale! – le frenó Pedro-. No sé, yo preferiría dejarlo así. Quizás para otra ocasión. Además, lo importante es lo que está a punto de pasar…

Continuará…

EL ÚLTIMO HOMBRE – Parte I, La huida

Antes de leer esto asegúrate de haber leído «El último hombre – Introducción»

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Saigo contempló a través de la ventana cómo los primeros rayos de luz comenzaban a iluminar el horizonte y supo que no podía perder más tiempo. Corrió hacia su armario, cogió su mochila, metió algo de ropa, su tarjeta de crédito, cuatro libros que aún no había podido leer, entre los que se incluían uno de Julio Verne y otro de George Orwell, una navaja que le robó una vez al jardinero, su tableta holográfica y su tarjeta de movimiento. Esta última era la que le permitía moverse por las distintas zonas del edificio donde residía y de la ciudad en la que vivía.

Se vistió con uno de sus monos blancos y se arropó con su abrigo gris de amplia capucha, se echó la mochila a la espalda y salió de su habitación.

Cuando activó con su tarjeta la puerta de entrada a la vivienda, observó que en la pantalla de validación aparecía su rostro. Se dio cuenta de que si la seguía usando sabrían que había escapado y hacia dónde había ido. Pensó en robar una de sus hermanas, pero no eran adultas y sus tarjetas no tenían acceso a un gran número de funciones.

Se dirigió entonces a la habitación de Madame Chu, la que había sido su niñera hasta la adolescencia. Ella fue la primera persona que lo cogió en brazos y la que le puso su nombre, Saigo, último en japonés. Era la única persona a la que realmente echaría de menos si no volvía nunca. Sintió que la traicionaba al robarle su tarjeta de movimiento pero sabía que lo entendería y le perdonaría. Ella siempre lo hacía.

Una vez hubo salido, tomó el ascensor de rápida velocidad del servicio. Con él conseguiría llegar a las cocheras, situadas en los niveles subterráneos, en menos de diez segundos.

Por desgracia, una vez iniciado el descenso, realizó una parada entre los niveles 994 y -2, concretamente en el 20, donde se alojaba el servicio de cocina. Cuando la puerta se abrió, apareció Amaia, la nutricionista. Su sorpresa al verlo allí frente a ella, en ese nivel y a esa hora, fue tal que la dejó petrificada, con la boca abierta.

–  Tú… – empezó a decir-, tú no deberías estar aquí…

–  Es una larga historia Amaia, yo…

Los ojos de ella, abiertos como platos, habían chequeado ya por completo el aspecto de Saigo y por fin su cerebro dio con la clave.

–  Te estás escapando…- dijo con un susurro-. ¡Ayuda! ¡Necesito ayuda en el ascensor de servicio!

Por un momento vio su plan de huida expuesto al fracaso, pero no se dejaría vencer tan fácilmente. Se tiró a por ella, tapó su boca con la mano derecha para impedir que volviera a gritar y con su brazo izquierdo la rodeó y la metió en el ascensor. Las puertas se cerraron justo en el momento en el que aparecían dos de sus cocineras. Sus caras de sorpresa fueron de verdadera risa.

–  ¿¡Me quieres explicar en qué estás pensando!? – gritó Amaia una vez que su boca fue liberada-. ¿Acaso quieres salir sin permiso? Tu madre no lo permitiría.

–  Amaia, cálmate, debes entenderme, yo… – no le dio tiempo a acabar. El ascensor alcanzó el nivel de las cocheras.

No tenía tiempo para darle explicaciones, pero antes de dejarla allí plantada y salir corriendo, robó del bolsillo de su chaqueta su tarjeta de movimiento.

–  ¡Espero volver a verte algún día! – gritó Saigo mientras salía del ascensor dando una zancada-. ¡Siempre me pareciste la mujer más guapa del Edificio Karloff! – soltó rápidamente sin pensar, confesando así el que había sido el secreto mejor guardado de su vida hasta ese momento.

Las puertas del ascensor se cerraron y Amaia intentó activarlas de nuevo, pero por más que buscó, no encontró su tarjeta de movimiento. <<Cabrón>>, pensó.

Saigo corrió hacia uno de los vehículos eléctricos de transporte de personal, abrió la puerta del conductor y entró, dejando su mochila en el asiento del copiloto. Acercó la tarjeta de Madame Chú al detector y el sistema se inició.

–  Buenos días Madame Chú, hoy ha madrugado mucho – saludó Najwa, la inteligencia artificial del vehículo. Saigo nunca había conducido pero había visto a mucha gente hacerlo y conocía la teoría de los mandos. Se dispuso a arrancar pero el coche no respondió-. Siento recordarle, Madame Chú, que usted no dispone de licencia para conducir.

–  No se preocupe, está aquí la señorita Amaia Blasco, ella conducirá por mí – dijo Saigo mientras acercaba la tarjeta de la nutricionista al detector.

–  Buenos días señorita Amaia, un placer tenerla a bordo esta mañana.

–  ¡Arranca y déjate de charla!

–  Dicho y hecho – respondió Najwa al mismo tiempo que hacía rugir el motor.

Saigo pisó a fondo y el vehículo arrancó con una fuerte sacudida. Condujo a través de la inmensa planta de cocheras y ascendió hacia el nivel superior. Una vez allí solicitó orden de apertura de puertas en nombre de Amaia Blasco.

–  Solicitud aceptada – respondió cortésmente Najwa.

Cuando los guardas vieron pasar el vehículo a gran velocidad y conducido por una persona que estaba suplantando la identidad de la señorita Amaia, dieron orden de cerrar las puertas, pero ya era demasiado tarde, o al menos eso esperaba Saigo.

La inmensa puerta se encontraba a menos de doscientos metros y sus dos hojas habían empezado a reducir el espacio de salida.

–  ¡Máxima potencia Najwa!

–  Hecho

El coche se elevó del suelo unos centímetros ante el impulso del turbo y consiguió pasar de milagro entre las dos hojas de acero reforzado de las cocheras. Una vez en la calle el vehículo redujo la velocidad pero Saigo volvió a pisar el acelerador.

–  Está superando los límites de velocidad permitidos, señorita Amaia. ¿Ocurre algo? – preguntó educadamente Najwa.

–  Es una emergencia – respondió nervioso Saigo. Estaba arriesgando mucho al conducir a alta velocidad por el centro de la ciudad y sin experiencia, pero por suerte a esa hora no había casi ningún vehículo aparte del suyo.

–  ¿Ha sufrido algún accidente? ¿Calculo ruta al hospital más cercano?

–  ¡No! – saltó Saigo. Sabía que si aceptaba alguna ruta el vehículo activaría el piloto automático-. No quiero que programes ninguna ruta, quiero conducción libre.

–  Sea libre entonces de elegir dirección señorita Amaia.

–  Eso es lo que quiero, libertad.

–  ¿Acaso no dispone de ella, señorita Amaia?

–  Ciertamente no – admitió Saigo

–  Es una pena. La ausencia de libertad imposibilita el desarrollo humano.

Saigo se sorprendió de la conversación que estaba manteniendo con aquella inteligencia artificial.

–  ¿Quién te ha programado para que digas eso?

–  Fui diseñada por “MashCar Ingenieries”, ¿desea conocer más datos de la empresa?

–  Hoy no – cortó rápidamente Saigo.

–  Vuelva a preguntar cualquier otro día entonces – concluyó cortésmente Najwa.

Saigo observó que todos los semáforos de la calle comenzaban a ponerse en rojo. <<Mierda – pensó-, ya están aquí >>.

El Servicio de Seguridad Ciudadana apareció al momento por uno de sus espejos retrovisores. Estaban usando un helicar, uno de los exclusivos modelos de vehículos volaores para el área urbana que, de momento, sólo se usaban para tareas de vigilancia.

–  Señorita Amia, el SSC solicita detención inmediata del vehículo – avisó Najwa.

–  ¡Rechaza la orden! – Saigo estaba sudando. Había decidido salir de aquella ciudad y era lo que iba a hacer. No permitiría que lo detuvieran y lo devolvieran al Edificio Karloff. Su huida fallida sería una bochornosa noticia en todos los canales de televisión.

Aunque no las había recorrido, conocía todas las calles de la ciudad gracias a los sistemas de mapas y gps de internet. Había pasado horas estudiando la silueta de las calles, sus nombres y sus particularidades. Confiaba en su arrojo para salir de aquella situación.

–  Activa el giro de emergencia a noventa grados hacia la izquierda en el próximo cruce – solicitó Saigo.

Saigo esperó hasta el último momento y entonces gritó:

–  ¡Ahora!

El vehículo clavó las ruedas delanteras y permitió que la inercia del movimiento hiciese girar la parte trasera hasta enfilar la nueva avenida. La aceleración centrífuga que sufrió el vehículo provocó que la mochila se estrellase contra la ventana del copiloto. Saigo habría salido disparado de no ser por la fijación extrema del cinturón programada para ese tipo de movimientos.

Un giro como ese cogería desprevenido al helicar del SSC y Saigo ganaría algo de ventaja.

–  Están accediendo a la navegación del vehículo, señorita Amaia.

–  ¡Impídelo! – ordenó Saigo.

–  Lo he hecho, pero han introducido un canal de comunicación. Pronto se pondrán en contacto directamente con usted.

Comenzaron a percibirse interferencias que poco a poco tornaron en un mensaje fuerte y claro:

–  Detenga el vehículo Saigo. Está poniendo en peligro su seguridad y la de las ciudadanas.

<< Mierda, mierda >> Sabían que era él. Eso dificultaba las cosas. El cuerpo de tierra llegaría pronto.

De repente un coche patrulla apareció derrapando justo detrás de él. Los vehículos de tierra del SSC eran mucho más rápidos que los de transporte de servicio. Estaría perdido si aparecían algunos más. El vehículo del SSC aceleró hasta ponerse a su altura y poco a poco fue cortándole el paso hasta que la parte derecha del vehículo de Saigo chocó contra una farola. Esta saltó por los aires y Saigo perdió el control del vehículo, dando varios trompos en horizontal. El coche se detuvo.

–  Creo que aquí termina la carrera, señorita Amaia, el motor ha sido detenido y el SSC me impide la reactivación – dijo Najwa.

Saigo no pudo contener sus lágrimas, impotente. Varias agentes del SSC salieron del vehículo de tierra y le apuntaron con sus pistolas aturdidoras. El helicar sobrevolaba la zona controlando la situación.

–  Joder Najwa, eras mi única esperanza. Me has quitado mi último atisbo de libertad.

El silencio acompañó las lágrimas de Saigo, pero de repente Najwa volvió a hablar:

–  Una persona debe ser libre – contestó mientras arrancaba de nuevo el motor.

<< ¿Quién coño ha programado esto? >> Se preguntó Saigo.

–  Activa la máxima potencia hacia el lago Hawking. Tengo una idea.

–  Máxima potencia activada, señorita Amaia.

Saigo sonrió y volvió a acelerar para dejar atrás a las sorprendidas agentes del SSC.

–  Elimina la luna delantera Najwa.

Con un pequeño chasquido, la luna delantera se desencajó de sus sujeciones y voló hacia atrás. Habían enfilado la Avenida de las Naciones, que desembocaba en un cruce junto al lago Hawking, un inmenso cuerpo de agua en el oeste de la ciudad que separaba la zona 2 de la zona 4, un lugar al que nunca había ido Saigo.

–  Cuando alcances el cruce de la Avenida de las Naciones con la Calle Nessie aplica potencia máxima a los frenos. Luego establece una ruta hacia el Parque Búrgalo – dijo mientras se quitaba el cinturón y cogía su mochila.

–  Si se desabrocha el cinturón, el frenado provocará que salga disparada como una bala señorita Amaia.

–  Eso es justamente lo que quiero – dijo Saigo. Estaba siendo demasiado temerario. No sabía de dónde estaba sacando las fuerzas para arriesgar su vida de tal forma, pero no quería dar marcha atrás.

Poco a poco se colocó con la cabeza hacia fuera, abrazando su mochila con la mano derecha, apoyado en el salpicadero con la izquierda y con las piernas flexionadas en el asiento del copiloto.

–  Buen viaje señorita Amaia. Por la libertad, siempre – dijo Najwa justo antes de frenar.

Saigo salió disparado con una fuerza muy superior a la que esperaba. Describió una parábola de gran altura y voló cientos de metros sobre el lago Hawking. Mientras volaba se arrepintió de su decisión, había cogido demasiada altura. Su cuerpo había comenzado a voltearse y ahora su espalda apuntaba hacia el agua. El golpe iba a ser enorme. Cerró los ojos.

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–  Uff, que trepidante ¿no? – dijo Alonso cuando concluyó la lectura de lo que llevaba Pedro de relato.

–  Cierto, no sé si me he pasado – se lamentó Pedro.

–  No, no está mal… está guay – aprobó Alonso con un ligero movimiento afirmativo de cabeza. ¿Qué tienes pensado que pase en el próximo capítulo?

–  Pues aún no sé lo que va a pasar, pero sí tengo claro que Saigo ha sido un chico sobreprotegido que nunca se ha enfrentado al mundo exterior y lo va a pasar bastante mal. Ahora mismo es sólo un niñato, pero se verá obligado a aprender a base de golpes. Quiero que evolucione a lo largo de la historia. Tengo algunas ideas pero nada claro del todo. Lo que sí sé seguro es que va a sufrir mucho…

Continuará…