Sabía que preguntarle por qué hacía todo aquello era como preguntarle a un espejo por qué reflejaba, por qué mostraba las cosas así como eran, sin más, sin atender a condicionamientos. Porque aquel hombre gozaba de la simpleza que todos alguna vez hemos imaginado, esa simpleza que se asemeja a la perfección, pero de la que todos rehuimos por temor a parecer quizá unos niños, enanos inexpertos en esa materia que llaman vida. Su semblante era serio, pero los ojos perecían querer desorbitarse de deseo, de mirar solo al horizonte. La barba la tenía enjuta, abigarrada y mucho más poblada en la zona del bigote. Tenía tanta decisión impresa en el entrecejo que ni el más quisquilloso de los mortales se habría atrevido a preguntarle nada, y mucho menos a cuestionar la escopeta que llevaba en el regazo.
Orlando se dejaba solo llevar por la situación. Estaba demasiado cansado de todo como para atreverse a actuar en contra de aquella fuerza imparable que se estaba desarrollando a su alrededor. O más bien es que sabía que su actuación sería inútil, por la manera en que aquel niño encerrado en esa cárcel mastodóntica de carne y hueso lo había levantado del suelo y llevado hasta el baño.
O más bien es que deseaba aquello con todas sus fuerzas, por ser el único apoyo firme que había encontrado en años. Porque aquel chino tenía mucha influencia en su mundillo de mediocridad y peleas callejeras, pero le parecía que en cualquier momento podría llevárselo una fina brisa. Y Lili era la mujer que amaba, pero ella nunca le había dado una garantía, ni siquiera un leve roce de su mano, ni una mirada prolongada. Y teniendo en mente las últimas imágenes de aquel policía entrando en su hogar a la fuerza, su imagen delicada se había vuelto trémula e inestable. Casi se perdía en la oscuridad del subconsciente.
Todo avanzaba a un ritmo lento. Llegaron al pueblo pasadas las seis de la tarde, cuando todavía hace mucho calor. El cuartel de la policía estaba a la entrada, demasiado a la vista quizá. Ni los mismos guardias de la entrada pudieron percibir ni prever nada de lo que allí iba a ocurrir. El tractor de un verde botella oxidado se fue parando hasta llegar a la altura de la misma puerta principal. Ambos se bajaron y agarraron sus respectivas armas. Orlando, poco habituado a los utensilios del campo, tuvo un par de problema al principio con la guadaña, que se le cayó al suelo. Una vez se la echó al hombro, le costó unos segundo encontrar las manetas por las que debía asir aquel armatoste. El mastodonte que se hacía llamar Johnny lo miró un instante a los ojos, cuestionando primero su habilidad para saquear calabozos. Luego, un instante antes de apartar la mirada y colocarla en el mismo portón del cuartel, pareció preguntar si todo aquello merecía la pena. Orlando no sabía hablar con la mirada, a pesar de ser latino.
Orlando nunca llegó a saber por qué Johnny se arriesgó de aquella manera por una causa que nada tenía que ver con su persona. Muchos años más tarde encontró diversas respuestas posibles, pero no se atrevió a determinar una sola, aquello solo conseguiría restarle la libertad de la duda.
Una vez Johnny apartó sus ojos del sudaca, quitó una de las manos del arma y se la llevó al bolsillo. Rebuscó un poco hasta llegar al pitillo que tenía en algún lugar de aquel sucio abismo. Se lo llevó a la boca y volvió a rebuscarse en el bolsillo. Sacó una cerilla, la frotó contra la pared y esta se prendió. Solo la cerilla parecía comprender todo lo que allí pasaba, cuando chasqueó contra el cemento pintado de blanco y comenzó a arder. Se encendió el cigarro y dio una primera calada muy fuerte. Espiró un humo denso y antes de que este desapareciera, dio un puntapié al portón de madera pintado de azabache. La cerradura se partió con un quejido seco, como cuando se parte una nuez. Todos los que se encontraban en el interior miraron boquiabiertos aquellas dos figuras armadas.
En aquel instante Orlando sintió la intempestiva necesidad de dirigirse a Johnny.
-Si fumas vas a molilte- dijo inocentemente.
El mastodonte de mirada soñadora se rió.