Gritos en la noche

Les habían dicho que allí estarían a salvo, pero no fue así.

 Hanúr se movió aturdido. No era capaz de ver nada en medio de aquella nube de polvo. Gritó el nombre de sus hermanos y el de su madre pero no escuchó nada. No sabía si su voz había llegado más allá de su garganta. El silencio que le rodeaba era realmente extraño. Tan sólo percibía un continuo y perturbador pitido.

Cuando el polvo se disipó pudo ver algo. Lo que había sido el aula de una escuela de la ONU, ahora era una montaña de escombros. Los cuerpos ensangrentados de las familias que al igual que la suya habían corrido a refugiarse allí, estaban repartidos por todas partes. Inmóviles, ensangrentados.

Buscó desesperadamente a los miembros de su familia. ¿Dónde estaban? Justo antes de la explosión estaban allí, junto a él.

 – ¡Mala! ¡Tima! ¡Yosu! ¡Mamá! – gritó desesperado, esperando ser oído por alguien cuando ni siquiera era capaz de oírse a sí mismo.

Entonces vio algo que le resultó familiar. Un colorido pantalón de un tono azul brillante, envuelto en una capa de polvo, se vislumbraba bajo lo que parecía ser un trozo de pared o de techo. Corrió hacia él y comenzó a retirar los restos de ladrillos y cemento para encontrarse al pequeño de su familia, Yosu, de tan sólo cuatro años.

Lo veía agitarse y llorar con la boca abierta y desencajada por el dolor, pero no era capaz de oírle. En cambio, sí podía ver el rojo que empapaba la camiseta que cubría su pequeño cuerpo. La levantó y se encontró con una herida que emanaba sangre a demasiada velocidad. Lo abrazó entre lágrimas y apretó una de sus manos contra la herida de su hermano. Intentaba detener la hemorragia, hacer algo, pero la sangre seguía fluyendo entre sus dedos.

Pidió ayuda, imploró a Alá, pero no recibió ninguna respuesta. Veía a algunos moverse de un lado para otro, ayudando a sus propios familiares heridos.

Miró de nuevo a su hermano. Su rostro, a pesar del polvo gris que lo cubría, estaba pálido. Con la mano puesta en su pecho, notaba como respiraba cada vez más despacio. Cada nueva toma de aire era una prueba de resistencia contra la muerte.

Volvió a abrazarlo, llorando, rezando, preguntándose por qué merecían eso. ¿Qué habían hecho ellos?

Miró a su hermano una vez más, pero esta vez lo notó distinto. Sus ojos abiertos, su mirada perdida. Se dio cuenta que su pecho no se movía y que la sangre había comenzado a fluir con menos ímpetu desde su interior. No quería creérselo pero sabía que había muerto.

Nada de aquello era justo. Nada…

Entonces, cayó el segundo proyectil.


A varios miles de kilómetros de distancia, una familia española cenaba viendo las noticias de algún canal de televisión. Las imágenes de los ataques de Israel y Palestina comenzaron a sucederse.

– Y encima EE.UU defiende a Israel. Dicen que se están protegiendo – saltó el padre-. ¿Cuándo va a parar esta locura? – dio un golpe en la mesa, se levantó airado y se fue a buscar algo a la cocina.

– Yo entiendo que habrá radicales que estén atacándolos – intervino la hija menor de catorce años-, pero eso no les da derecho a atacar a toda la población civil y de masacrar a todos esos inocentes. Porque sólo están matando a inocentes.

– Es una locura, una locura… – contestó la madre-. No sé cómo permiten esto hoy en día…

– ¡El dinero cariño! – exclamó el padre que volvía de la cocina-. EE.UU y otros países se están enriqueciendo a costa de vender armas. Como siempre, toda guerra tiene detrás una cuestión económica…

 

A pocos kilómetros, una pareja de jóvenes recién independizados contemplaba las mismas noticias. Se estaban acostumbrando ya al bombardeo diario de imágenes de explosiones, gritos y muertes. No sentían nada. Parecía como si aquello no fuera con ellos. Total, no estaba ocurriendo allí.

Cuando comenzaron a sonar los agudos gritos de personas rotas y desesperadas, ella cambió de canal.

– No aguanto más esto, qué coñazo.

El hecho de encontrarse un programa de “humor” de bromas estúpidas les permitió acabar su cena de forma más calmada.

 

– ¡Yo no puedo hacer nada! – Exclamó Manuel, un señor de amplia barriga, poco pelo y unos cincuenta años de edad-, suficiente tengo con aguantarte a ti y a los niños. Que hagan lo que les dé la gana, que se maten todos de una vez y dejen de molestar. Siempre igual.

– Qué poco humano eres… – respondió Carmela, su sufrida esposa y luchadora ama de casa. Se quedó mirando su nuca con desprecio, suspiró y se dirigió a la cocina para fregar los platos de la mesa. Su vida estaba vacía, pero al menos ellos no estaban en Palestina.

 

Cerca de allí, Esperanza, una mujer de cuarenta y cuatro años, contemplaba aquellas imágenes, con una mezcla de rabia e impotencia que le hervía la sangre y llenaba sus ojos de lágrimas.

 

Al otro lado del país, un grupo de jóvenes preparaban pancartas para manifestarse. Estaban ilusionados, era la primera vez que saldrían a protestar y a luchar por algo importante. La deuda de su equipo de fútbol con Hacienda les impedía jugar la liga el próximo año. Debían alzar su voz contra la injusticia del mundo.

 

El actual presidente del Gobierno de España, Mariano Rajoy, concretaba con su secretaria los detalles de la visita a los jugadores del equipo español de baloncesto un mes antes del inicio del mundial. Ese tipo de eventos siempre le emocionaba.

¿Tuvo su mente tiempo de pararse a pensar en el genocidio que se estaba cometiendo en Gaza? Quizás no era un  tema que debiera preocuparle en ese momento…

 

Una nueva explosión rompió el silencio de la noche. Su casa había saltado por los aires. Yoshi, un judío israelí, corrió hacia lo que antes había sido la habitación de su hija. Allí no quedaba nada. Sólo escombros. Comenzó a buscar desesperado a la vez que gritaba “¡Que los maten a todos! ¡A todos! ¡Mi hija hijos de puta! ¡Mi hija!”

Josué, su vecino, lo observaba desde su balcón con un nudo en la garganta. Había tenido más suerte que él y la explosión sólo había hecho saltar por los aires algunos cristales de las ventanas de su vivienda. A pesar del odio que podía sentir contra las milicias palestinas que sembraban la muerte y la destrucción entre los ciudadanos israelíes, sabía que la violencia no era la solución. ¿Cuándo el ojo por ojo había puesto fin a un conflicto?

Sentía miedo, llevaba días sin dormir, pero se lamentaba de las cientos de muertes que estaba provocando el gobierno que los representaba. Allí no había buenos o malos, ni ganadores. Sólo perdedores…

 

Horas después la Casa Blanca condenaba el ataque contra una escuela de la ONU convertida en albergue para desplazados. Sin embargo, a su vez, daba luz verde a una nueva remesa de proyectiles, granadas y otras armas y municiones. Hipocresía en su máxima expresión.


 Cuando comenzó a amanecer, Hanúr había sobrevivido a una lluvia de misiles y proyectiles que habían convertido el refugio de su familia y otras tantas en el infierno. Caminaba tambaleándose por la calle. Observaba a gente acarreando cuerpos, a ambulancias ir y venir, a heridos por los suelos. Algunos abrían las bocas como si estuvieran gritando o diciendo algo, pero él no escuchaba nada.

De repente alguien le cogió por detrás, se giró asustado y se encontró a su vecina Hasna con su hermana Tima en brazos. La pequeña de cinco años estaba llorando y claramente asustada. Hasna le pasó a Tima y comenzó a decirle cosas agitadamente. Lo último que le dijo fue “tu madre también ha muerto, lo siento mucho”, pero él no lo oyó.

Con su hermana Tima en brazos comenzó a deambular por las calles sin saber a dónde dirigirse. No había lugar donde pudiera esconderse. Ningún refugio era seguro. Estaban expuestos a la muerte.