La Palabra de Dios

Manuela se encontraba sentada en su cocina, junto a la mesa, ataviada con su ya clásico y desgastado delantal, otrora brillante verde herbáceo, pero que ahora, y tras múltiples años de lavados y demasiado uso, lucía de un tono más bien parduzco. Cuchillo en mano trabajaba sin descanso picando un abultado conjunto de judías verdes que descansaba sobre la mesa, junto a una bolsa de supermercado que se iba progresivamente llenando con los deshechos de su trabajo. Sobre su falda soportaba un recipiente rectangular donde iba depositando aquellas partes que le servirían para cocinar un buen estofado. Trabajaba con la celeridad propia de un chef con un caro juego de cuchillos japoneses, mientras canturreaba una canción que había escuchado alguna que otra vez en la radio.

El timbre la sacó de su ensimismamiento. Soltando un suspiro dejó el recipiente sobre la mesa y trabajosamente se levantó para acercarse hasta la puerta de entrada. Giró la enorme llave tres veces hacia la derecha, descorrió los dos cerrojos metálicos de exageradas dimensiones y abrió la puerta dejando paso a un rayo de luz que iluminó parte de su ensombrecido salón.

Allí, ante ella, un chaval joven, al que no conocía de nada, la saludó con un “Buenos días señora”, acompañado de una amplia sonrisa que flaqueó al ver el enorme cuchillo que ella portaba.

– Oh, me has pillado picando judías – dijo ella restándole importancia al percatarse de la mirada del joven. – ¿Qué quieres? – Preguntó sin rodeos.

El muchacho recuperó la compostura e inició su discurso con el mismo tono forzado de su saludo inicial:

– Déjeme que me presente, me llamo Victoriano Pérez Mejías y he venido hasta este pueblo como representante del grupo de difusión de la palabra de Dios “Grupo Jienense de Difusión de la palabra de Dios para los pueblos de Jaén y del mundo”. He viajado hasta aquí, Guarromán, en calidad de comunicador y portador de la palabra escrita de Dios.

Manuela lo miró con detenimiento mientras soltaba aquella perorata memorizada. Vestía una camisa blanca de manga corta abrochada hasta el último botón y una corbata negra que terminaba de aprisionar el cuello del joven Victoriano. Tras sus pequeñas gafas sin montura, se escondían unos huidizos y pequeños ojos oscuros que contrastaban con su enorme boca de permanente sonrisa. Su cabello negro, repeinado hacia la derecha, se había alborotado mínimamente a causa de su periplo desde la capital. Completaba su vestimenta un pantalón largo tan oscuro como su corbata, de corte recto y sin arruga alguna, que ocultaba casi completamente dos zapatos igualmente negros y notablemente desgastados.

– ¿Qué vienes, a leerme la biblia? – Preguntó ella.

– Sí, bueno… – respondió él intimidado por el tono de la señora, – es una de mis funciones.

– Pues pasa hijo, pasa – respondió ella a la vez que se echaba a un lado para que el joven entrara y se protegiera del sol abrasador que a aquella hora ya rondaba su punto más elevado en el cielo. – Ya que te has dado el paseo, qué menos que escucharte un poco.

Lo condujo a la cocina y colocó una silla en un lado de la mesa, junto a la que ella había ocupado, indicándole con la cabeza que se sentara.

– ¿Cerveza? ¿Un zumito? ¿Limonada?

– No, gracias señora – respondió él en su línea de exagerada corrección.

– Un vasico de agua por lo menos, ¿no? – Insistió ella poniéndole un vaso y una jarra de agua por delante antes de que el joven tuviese siquiera tiempo de rechazarlo amablemente. Por último puso sobre la mesa un paquete de galletas y se sentó dispuesta a continuar con su tarea. – Tú cuéntame mientras yo sigo con lo mío.

Victoriano se acomodó en la silla y se mojó los labios.

– ¿Cree usted en Dios? – preguntó finalmente.

– Eh… bueno… – balbuceó al dar la respuesta-, sí, sí, claro…

– A pesar de ser creyente creo que no ha respondido con la suficiente seguridad – valoró el muchacho-. Es normal, es más habitual de lo que cree. En la sociedad de hoy en día, a pesar de predominar una educación cristiana, se está produciendo un alejamiento generalizado y progresivo de las bases ideológicas y culturales sentadas por la Iglesia católica. Es nuestra obligación, como miembros de la Iglesia, el intentar que aquellas almas descarriadas vuelvan a encontrar el camino y vivan bajo el amparo de la fe.

– Osú, qué bien hablas hijo mío – comentó Manuela sin levantar la vista de sus habichuelas.

– Hoy en día, podríamos decir que incluso la política está promoviendo comportamientos o actividades que ponen en entredicho el bienestar de la sociedad y que se salen de lo que podríamos considerar normal y adecuado. La religión católica se está dejando en un segundo plano en muchos aspectos, cuando sin ningún tipo de duda debería siempre prevalecer como guía espiritual capaz de darnos las herramientas necesarias para actuar acorde al mandato divino en cualquier nivel o escala social y dentro de cualquier actividad del tipo que sea. Es más, somos muchos los que defendemos que el representante estatal de la Iglesia Católica debería ocupar un puesto preponderante en los altos órganos de gobierno como medio de que la vida de los ciudadanos quede siempre regida bajo un ideal capaz de acatar las premisas establecidas por Dios.

– Por dió, qué discurso – dijo Manuela mientras cogía una nueva judía-. Bebe agua hijo, que te vas a secar – Victoriano bebió agradecido y tomó el aire que parecía no haber inspirado durante su discurso-. Dime Victoriano, ¿qué edad tienes?

– Tengo veintiuno, señora – respondió el joven.

– ¡Un chaval! – Exclamó agitando la mano que portaba el cuchillo. Se percató del sobresalto del joven al mover cerca de él el puntiagudo utensilio y lo retiró disimuladamente para redirigirlo a la piel de la judía que tenía en la mano.

– La juventud no me limita para realizar mi cometido, si me permite que se lo diga.

– Nadie ha dicho lo contrario – comentó Manuela.

Victoriano la miró unos segundos y volvió a la carga:

– Me gustaría tratar con usted algunos temas de actualidad, para conocer su opinión.

– Te escucho.

– ¿Qué opina usted de la legalidad de las relaciones entre personas del mismo sexo?

– Pues muy bien, si se quieren y disfrutan juntos, que hagan lo que quieran – respondió Manuela en tono festivo.

– ¿No cree que se está promoviendo, tanto con la política como en televisión, este tipo de comportamiento antinatural? ¿No cree que perjudica a la sociedad en su conjunto? – Insistió él, preocupado por la permisividad de su respuesta.

– A mí no me hacen ningún daño. ¿Y a ti? – Atacó Manuela-. ¿Se te ha acercado un mariquita a pegarte porque no te gusta que se acueste con su novio?

– No, a ver… – respondió incómodo-. No es que hagan daño material o personal, sino más bien que la permisividad que se tiene hacia ellos daña la naturaleza del ser humano e indirectamente a la sociedad. Los más jóvenes podrían verlo como algo natural, y ya le digo yo que no hay nada natural en que dos personas del mismo sexo tengan relaciones amorosas. Biológicamente, el hombre y la mujer fueron creados…

– Mira, para el carro Victorino – le cortó Manuela algo alterada y agitando el cuchillo de nuevo demasiado cerca del muchacho-, antes de que me cuentes esas maravillosas reflexiones de un joven adoctrinado desde la cuna prefiero que me leas un ratico la Biblia, que no me acuerdo de qué iba.

Victoriano se sintió ofendido pero se repuso inmediatamente y accedió a realizar la lectura de algún pasaje bíblico, ya que eso también formaba parte de su labor divulgadora. Mientras Manuela seguía pelando habichuelas él abrió la Biblia que había traído con él y tras buscar durante unos segundos encontró un fragmento que consideró adecuado.

– Hubo en los días de Herodes, rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías; su mujer era de las hijas de Aarón, y se llamaba Elisabet.

– Osú, qué bien lees hijole interrumpió Manuela-. Qué entonación y qué voz más bonita. Sigue así que me gusta-. Victoriano la miró y continuó obediente.

– Ambos eran justos delante de Dios, y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor. Pero no tenían hijo, porque Elisabet era estéril, y ambos eran ya de edad avanzada. Aconteció que ejerciendo Zacarías…

La lectura se prolongó durante largo rato. Manuela se sentía tranquila, pelando judías con el soniquete de aquel joven como música de fondo.

– …¿qué haremos? Y respondiendo, les dijo: El que tiene dos túnicas, dé al que no tiene; y el que tiene qué comer… – el sonido del timbre le interrumpió. Victoriano levantó la vista y miró a Manuela esperando que esta reaccionase a la llamada.

– Sigue hijo sigue, que me gusta escucharte – dijo Manuela dirigiéndose hacia la puerta.

– Y el que tiene qué comer, haga lo mismo – continuó Victoriano desde la cocina.

Manuela se dirigió hacia la puerta y abrió.

– ¡Hija, ¿qué haces aquí?! – Exclamó sorprendida al ver a su hija María en la puerta.

– ¿Cómo que qué hago aquí? – preguntó acalorada María entrando en la casa y soltando un par de pesados bultos que llevaba consigo-. Te dije que hoy vendría a comer contigo -, dijo dándole un beso-. Y quita el cuchillo por dios que me vas a…- se detuvo al oír una voz de fondo-. ¿Quién está en la cocina? – Preguntó extrañada.

– Nada hija, un chaval de Jaén que ha venido de visita al pueblo.

María se mantuvo un segundo en silencio y prestó atención.

– …y orando, el cielo se abrió, y descendió el Espíritu Santo sobre él en forma corporal…

– ¿Te está leyendo la Biblia? – Exclamó María sorprendida-. ¡Si tú no crees en nada de eso!

– Ay calla – le instó su madre-. Que el pobre tiene la cabeza comía y le han hecho venir hasta aquí con el calorcico que hace hoy. Déjalo que me lea, que me estaba haciendo compañía…

María puso los ojos en blanco negando con la cabeza. Conocía de sobra a su madre y ya estaba acostumbrada a ella y a sus rarezas.

– Anda, ayúdame a subir las bolsas, que te he traído unas toallas nuevas – le pidió María a su madre señalando las bolsas y secándose con el dorso de la mano unas gotas de sudor que habían comenzado a recorrer su frente -. ¡Y suelta el cuchillo por Dios bendito!

– Ay espérate, que me quedaban tres judías por pelar. Siéntate un momento en la cocina conmigo y ahora subimos eso.

María la siguió resignada a la cocina donde Victoriano seguía inmerso en la lectura del Evangelio de San Lucas.

– …hijo de Matusalén, hijo de Enoc, hijo de…

– Victoriano, perdona – le interrumpió Manuela-. Te presento a mi hija, María.

Victoriano se levantó de la silla de forma respetuosa y le tendió la mano repitiendo su nombre a modo de presentación.

Los tres se sentaron a la mesa y Manuela sacó de la nevera un salchichón que cortó en rodajas y sirvió a modo de aperitivo.

– Está buenísimo, señora – agradeció Victoriano visiblemente hambriento, conteniéndose para no atacar salvajemente el plato de salchichón.

– Espera que voy a cortar también un poco de queso – dijo Manuela sonriendo a la vez que sacaba de la nevera una porción de queso curado.

– Mamá, yo voy a subir mientras las toallas – anunció María levantándose de la silla-. ¿Dónde te las pongo?

– A ver, enséñamelas hija, y según cómo sean te digo dónde colocarlas – accedió Manuela siguiéndola en dirección a las bolsas.

María empezó a mostrarle los distintos tonos y tamaños que había comprado y Manuela le dio indicaciones gesticulando con el cuchillo.

– ¡No, si ya verás tú… que al final me vas a cortar! – le regañó María.

– Ay hija, no seas coñazo y súbeme eso para arriba.

– ¿Coñazo yo? Vamos, tienes a uno ahí leyéndote la Biblia y el coñazo soy yo.

– Osú hija, ya se te ha pegao la mala follá granaína

Con la discusión no se percataron de los ruidos y aspavientos que el joven Victoriano había comenzado a emitir mientras se atragantaba con un pedazo de salchichón. Asustado y sin poder respirar se incorporó como pudo y se acercó hasta la puerta de la cocina. Las dos mujeres aún tardaron unos segundos en darse cuenta de que la vida del joven peligraba. Con la cara roja y el cuello tenso, incapaz de articular palabra, imploraba ayuda con la mirada.

– ¡¿Pero qué le pasa a este?! – se asustó María-. Ay mamá, que se ahoga, ¡que se ha atragantao con algo! – adivinó finalmente al ver como se comportaba.

Victoriano se tambaleó y su cuerpo inició una caída sin freno dirección al suelo.

– ¡Que se cae! – gritó Manuela intentando asirle.

No pudieron sujetarle debidamente y las desequilibró, provocando que finalmente los tres cayeran golpeándose contra el frío mármol. María había caído de culo a un lado y Manuela, la peor parada, había caído con Victoriano encima. El muchacho, que aún convulsionaba levemente, parecía no estar dispuesto a moverse, así que finalmente tuvo que ser la hija de la aplastada la que lo empujara a un lado para liberar a su madre.

El sonido del cuchillo deslizándose a través de la carne fue evidente. Ambas miraron horrorizadas el arma ensangrentada que aún sujetaba Manuela con fuerza para a continuación dirigir la mirada hacia Victoriano, quién además de yacer con la mirada perdida y la cara morada, tenía una mancha roja en la camisa blanca que se expandía de forma descontrolada.

– ¡Mamá! ¡Lo has matao!

– ¡¿Cómo que lo he matao yo?! ¡Si ya se estaba muriendo él solo! – respondió Manuela histérica.

– ¡Se suponía que tenías que ayudarle, no que rematarlo! ¡Mira que te dije que dejaras el puto cuchillo tranquilo!

– ¡Y dale con el cuchillo! ¡Ala, que le den al cuchillo! – Exclamó Manuela tirándolo a un lado.

– ¡¿Y si no se ha muerto todavía?! – Gritó María arrodillándose junto a Victoriano para intentar encontrar algún signo que indicara que aún seguía con vida.

– ¿Pero tú has visto la cara de muerto que tiene el chiquillo?

– ¡Llama al 112 o algo!

– Ay sí… – Manuela desapareció en busca del teléfono y volvió al salón marcando los dígitos del número de emergencias-. Espera… – se detuvo antes de pulsar el botón de llamada-. Que lo he matao yo… ¡que me van a detener!

– ¡Ah, ¿ahora sí lo has matao tú?! – María la miró exasperada-. Trae para acá el teléfono.

– Que no, hija – se negó Manuela alejándolo de las manos de su hija.

María se detuvo, inspiró grave y profusamente y repitió de forma más pausada:

– Mamá, dame el teléfono.

– Que no hija, que me van a meter en la cárcel y no quiero morirme en una jaula.

– ¡Mamá, dámelo! – gritó María abalanzándose a por ella.

Sin pensarlo Manuela estrelló el teléfono con todas sus fuerzas contra la pared.

– ¡¿Qué coño haces!? ¡¿Estás loca?! – berreó María.

– ¡Cállate ya por dios! ¡Que acabo de matar a un hombre! – sollozó Manuela.

– ¿Un hombre? ¡Yo diría un niño! – puntualizó María haciendo que su madre se sintiera aún peor y rompiese a llorar hasta desplomarse en el suelo. María se arrodilló y abrazó a su madre que lloraba desconsoladamente.

Cuando Manuela se hubo calmado, su hija insistió amablemente en que debían llamar a emergencias, a lo que ella se negó.

– No hija, he matao a un hombre – comenzó a hablar con frialdad-. No quiero acabar en la cárcel. Y no lo conocía de nada, así que si lo hacemos bien, este podría ser un crimen perfecto.

– ¡¿Pero qué me estás contando, mamá?! – exclamó asustada su hija.

– Tranquila, María. – La frialdad que se había apoderado de Manuela asustaba-. Cuando se haga de noche pondrás el coche en la puerta, lo meteremos como podamos y lo llevaremos hasta el embalse de la Fernandina. Una vez allí lo tiramos con pesos para que se hunda.

Su hija la miraba pálida por la frialdad con la que le había dicho aquello y sobre todo por lo que le estaba obligando a hacer. María se quedó en el suelo con la mirada perdida intentando digerir las palabras de su madre, mientras ésta desaparecía para volver poco después con las toallas que le había traído su hija. Casi de manera automática María ayudó a su madre a colocar toallas en el suelo y juntas empujaron el cadáver de Victoriano hasta colocarlo sobre ellas. Cogieron múltiples bolsas de basura y lo envolvieron lo mejor que pudieron. Acto seguido comenzaron a limpiar las manchas de sangre del suelo. Manuela fregó el cuchillo en la cocina y se desvistió para deshacerse de su ropa manchada de sangre.

– Voy a darme una ducha – anunció.

– Vale-. Fue lo único capaz de pronunciar María, que se quedó esperando en el salón, sentada en el sofá y contemplando el bulto envuelto en bolsas de basura. Era cómplice de un asesinato.

Las horas pasaron lentamente y madre e hija esperaron impacientemente hasta la noche para continuar con su plan. Vivían en el extremo sur del pueblo, junto al campo, por lo que en principio no debían preocuparse de vecinos cotillas o miradas indiscretas.

Una vez que la oscuridad se hizo casi completa María salió a por su coche, un Ford Focus del 2000, aparcado a unos cincuenta metros de la casa. Cuando llegó a él, abrió con calma la puerta y se sentó en el interior. Sentía una presión en el estómago que la sobrecogía completamente. Tenía miedo y sus lágrimas escaparon de sus ojos para sofocar su dolor. Finalmente arrancó evitando encender las luces, sacó el coche de la fila de vehículos aparcados y cuando se hubo situado en el centro de la calle se paró en seco. Encarna se dirigía a casa de su madre.

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Manuela estaba ultimando detalles mientras esperaba a su hija. Había estado buscando cadenas y objetos metálicos que sirvieran como pesas para hundir el cadáver en el fondo del pantano. Unos nudillos golpearon la puerta y de forma automática abrió esperando que fuera su hija. Cuando vio de quién se trataba el corazón le dio un vuelco. Allí bajo el marco de la puerta estaba Encarna, una vecina de sesenta y siete años – aunque aparentaba el doble-, envidiosa, cotilla y mezquina. Manuela y ella no eran precisamente buenas amigas. Habían tenido numerosos encontronazos en el pasado y ahora simplemente se toleraban. Lo que no sabía Manuela era qué diantres hacía allí, en ese preciso momento.

Encarna era una mujer menuda, de cabello teñido en tonos rubios, cabeza redonda y permanente expresión de asco. Sobre el labio superior, una hilera de vellos sin depilar conformaba un bigote del que un adolescente pre-púbico habría tenido verdadera envidia. Vestía siempre de negro desde el fallecimiento de su marido hacía veinte años y despedía un olor rancio desagradable.

– Vengo a pedirte el dinero para el viaje a Málaga de la asociación de vecinas de Guarromán – anunció Encarna sabiendo que no era bienvenida.

– ¿Qué pasa, no podíais esperar a mañana? – preguntó Manuela algo airada y nerviosa mientras intentaba cerrarle la puerta en la cara. Encarna impidió que cerrase la puerta introduciendo el pie entre ésta y el marco con un movimiento impropiamente rápido para su edad.

– ¿Qué tienes ahí, Manuela? – preguntó Encarna, cuyos ojos inyectados en sangre habían divisado un extraño bulto en mitad del salón. Como si de una hiena que había olido un cadáver se tratase, Encarna empujaba la puerta con una fuerza sobrehumana, dispuesta a abalanzarse sobre la carroña.

– Es sólo una alfombra antigua de la que iba a deshacerme – mintió Manuela abriendo la puerta derrotada por el poderosos instinto depredador de Encarna.

Encarna dio un paso hacia el interior de la casa contemplando el bulto del salón. Manuela estaba aterrada. Las piernas le temblaban y un sudor frío le recorría la espalda. Los orificios nasales de Encarna se abrieron absorbiendo todo el aire de la habitación.

– Huele raro – dijo mientras se acercaba dos pasos más hacia el cadáver analizando con sus malvados ojos cada rincón del salón.

– Mira Encarna, mañana te pago, de verdad – suplicó Manuela-. Me has pillado en mal momento.

Encarna la miró y pareció satisfecha. Con un ronco gruñido se dispuso a abandonar la casa. Pero en el último momento se giró hacia el cuerpo de Victoriano.

– Déjame ver la alfombra, siempre he querido tener una así de grande – pidió mientras se arrodillaba junto al cadáver sin esperar a que su vecina le diera permiso.

– ¡Encarna, no…! – gritó Manuela.

Pero ya era demasiado tarde. Encarna había palpado con fuerza la zona del bulto que se correspondía con la cabeza de Victoriano y notó bajo sus manos la inconfundible forma de una nariz y una cabeza humanas. Inflada por la emoción y la adrenalina rasgó con sus zarpas la bolsa y descubrió el rostro pálido de Victoriano.

– ¡Un muerto! – gritó poniéndose en pie a la vez que se santiguaba, aunque en realidad la sensación que la invadía no era de miedo o temor, sino una extraña mezcla de emoción y euforia-. ¿Quién es este Manuela? ¿Lo habéis matado? ¿Por qué lo teníais envuelto en bolsas de basura?

Manuela se había quedado de piedra. Era incapaz de reaccionar, incapaz de dar una explicación.

– ¡Asesina! – el grito de Encarna sacó a Manuela de su ensimismamiento-. Ahora mismo voy a llamar a la policía.

– ¡No, espera! – Suplicó Manuela mientras la agarraba de la falda.

De nuevo la fuerza de aquel malvado cuerpecillo la superó y no pudo evitar que saliera a la calle gritando improperios.

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María había estado esperando en el interior del coche con el motor encendido. Cuando vio a Encarna saliendo de casa de su madre gritando y forcejeando el mundo se le vino abajo. Su mente se nubló y con un grito silenciado de terror, procedente de lo más profundo de su interior, pisó el acelerador. La cabeza de la atropellada golpeó fuertemente el capó con un ruido sordo. María detuvo el vehículo y encendió los faros. A unos metros por delante yacía el cuerpo sin vida de Encarna. Se bajó del coche con el corazón acelerado y se acercó a su víctima. Su madre ya estaba allí, sollozando y cerciorándose de que estuviera realmente muerta.

A duras penas, consiguieron introducir los dos cuerpos en el maletero del vehículo, envueltos en una mezcla de toallas y bolsas de basura. Realizaron todo el trayecto sin pronunciar palabra alguna. La primera parada fue en el embalse de la Fernandina, donde arrojaron el bulto correspondiente a Encarna, envuelto en una buena sarta de cadenas y diversos objetos metálicos que aseguraran su rápido hundimiento.

Para deshacerse del cuerpo de Victoriano condujeron hasta el embalse del Guadalén. Detuvieron el coche sobre la presa, sacaron su cuerpo del maletero y, sujetando una por los pies y otra por los hombros, lo balancearon y soltaron a la de tres, arrojándolo por encima de la baranda, directamente al agua.

Madre e hija se quedaron allí, en la oscuridad, contemplando el cielo iluminado de estrellas.

– Que Dios lo acoja en su seno – susurró Manuela.

– Amén.

 

Un comentario sobre “La Palabra de Dios

  1. Cada vez que empiezo a leer algo escrito por ti, no puedo parar hasta que lo acabo!!!! Me encanta como escribes, nunca lo dejes!!! Te lo dice una fan tuya, que lleva leyendo tus cosas desde hace por lo menos 20 años!! Vamos, desde que aprendiste a escribir… 😛 Un abrazo bro.

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