Orlando no tuvo tiempo en preocuparse de Lily y Wei con la cantidad de gente que se acercaba al nuevo puesto. En el pueblo se había corrido la voz de la batalla campal con la manifestación feminista y la expectación era máxima, ya que lo más interesante que ocurría allí en todo el año eran las peleas en romería por un santo compartido con el pueblo vecino.
Eran tan tarde, o tan temprano, que se dejaba de oír la música de algunas casetas. Nadie quedaba ya en el recinto con dinero para batidos de sugus ni bocadillos de mortadela con aguacate. El cierre le esperaba. Hoy sería él quien llevaría las cuentas y repartiría a su antojo. Enfrascado en sus cuentas escuchó que alguien tocaba a la puerta del furgón. “Ya están de vuelta”, pensó.
Un par de agentes uniformados tenían instrucciones de precintar el vehículo, a la espera de ser incautado por una grúa especial. Orlando se quedaba sin casa, sin trabajo, y por si fuera poco, sin amigos. Los policías se negaban a dar información sobre los detenidos.
La tensión iba en aumento, tanto los policías como Orlando iban perdiendo la compostura. A la discusión se iban uniendo otros vendedores ambulantes. Ninguno sabía bien qué pasaba con Orlando, pero si era contra la policía, todos tenían motivos para apoyarle. Alguna patrullera más llegó hasta ellos. En el tumulto pronto fue difícil distinguir los porrazos aliados de los contrarios.
Entre la multa por alteración del orden público y lo requisado apenas le quedaban 5 euros. El camarero le veía contar monedas sobre la barra con una mano, mientras con la otra se sujetaba una bolsa de hielo contra el costado.
En el típico bar de pueblo, ese que abre a las 6 para que el otrora agricultor se tome su obligado carajillo mañanero, resaltaba Orlando y sus magulladuras. Uno de esos hombres, maltratado por el sol y de barba abigarrada, se le acerca y simplemente conversan, después de una muy breve presentación. Orlando no se da cuenta en el momento de que se va dejando llevar por aquel hombre de pocas palabras, pero muy certeras. Johnny, el desconocido, comprendía muy bien lo que contaba Orlando. No parecía la primera vez que oyera una historia parecida.
El barbudo le interrumpió. No necesitaba más. Sacó al muchacho del local y le ayudó a caminar hasta su casa. No podían dejar de hablar de la policía, apenas comieron algo de gazpacho, lo poco que el odio les dejó tragar, el odio que compartían y que cada uno alimentaba con los insultos del otro.
Ninguno aguantaba más. Apenas tenían nada que decidir, no había plan. Una escopeta, un puñado de cartuchos y una guadaña fueron las armas que pudieron reunir.
Bajo el sol veraniego de pueblo de interior, sobre la porquería del suelo de fiesta municipal, ante el cuartel de la policía municipal, con el tractor oxidado de Johnny, allí se plantaron.
Orlando dio un paso hacia la puerta.
– Espérate chiquillo.
Johnny se encendió un cigarro. Apartó a Orlando y de un puntapié la puerta se abrió.
– Estos comepingas se van a enfadar si fumas acá dentro.
Una carcajada de Johnny ante el estupor de los presentes era la guinda de aquella escena tan esperpéntica.