Padre, ¿por qué me has abandonado?

Puestos a recibir bien, allí lo recibían a uno como si fuera un Cristo. Tendida la alfombra de un azul lapislázuli, desembocaba esta en el centro del gabinete. Y en el centro un diván. Qué maravilla, como una nube que sirve de acceso directo al cielo, hacía juego con la alfombra y contraste con los libros de las estanterías que rodeaban toda la habitación y la pintaban de tonos cálidos de otoño.

Como a un Cristo, en la Semana Santa andaluza, lo recibían a uno. Porque la alfombra, y el diván y los libros que eran testigos, observaban atentamente cómo el mundo se derrumbaba para las personas que allí asistían, cómo el mundo dejaba de tener tanto sentido y cómo estos se preguntaban de forma incesante por qué su padre los había abandonado así. De esa manera que tanto duele, que todo el mundo observa, pero que nadie comprende.

En mi caso, me preguntaba por qué mi María Magdalena no quería hablar del tema, y por qué mi otra María, mi madre santísima, quería hacer como si no pasara nada, como si ella me hubiera concebido por acción divina. Intenté que mi padrino, mi José el carpintero, me aconsejara, intenté dejar abierta las puertas de la seducción de mi espíritu para que él entrara y lo pusiera todo firme… Y claro, olvidé que los carpinteros no están hechos para ese tipo de cosas. Primero porque ellos se ocupan de la firmeza de otros miembros, y segundo, que para mantener estructuras en pie cuando están especialmente debilitadas o son inexpertas, lo que hace falta es un encofrador. Y vaya si lo busqué.

De hecho lo que hacía en aquel gabinete era buscar un encofrador: “Quiero un encofrador.” “Señor, esto es una clínica para tratar problemas sexuales, un sexólogo al uso.”

Un encofrador. Había que poner en pie mi ánimo, mi estima, mi hombría y mi virilidad. Había que encofrar, y mantener la firmeza para reconstruir todo.

Sin comprender nada de nada, me pusieron en el diván y me miraron, como a un Cristo, protagonista y víctima y verdugo y muerto y vivo y pendiente de resurrección.

“Caballero, el problema no es suyo solamente, este problema lo tienen las parejas, tiene usted que venir con su pareja.”

Pero qué pareja. ¿La apócrifa, la santa María Magdalena? ¿La que hace como si nada ocurriese (o corriese)? No, no. Esto lo arreglo solo, la culpa de todos me la cargo yo.

Me recibieron como a un Cristo, y me despidieron como a Él, sin prestarme mucha atención y muerta toda suerte de fe…

“El problema no es suyo, Caballero. Es de su mujer, es ella la que necesita un fontanero.»

¿Padre, por qué me has abandonado?

A mis comparitos.

¿Y cómo vas a reconocerlos?

¿Cómo vas a reconocerlas?

Por una mano de mecánico, y otra de seda.

Por una mano de hierro, que maneja percal casi filosófico, y otra de seda,

de talante narrativo.

“Por la izquierda que es creativa y tiene el arte,

y la derecha, que ejecuta.”

Porque lleva cincuenta años en la cuneta,

desde que el más absoluto de los genios diera un patada y tirara

a cientos, a miles, por los suelos, pendientes,

colgantes, de un pasmo.

Por la ausencia de partitura.

Por la forma del pecho,

ligeramente curvado hacia adentro,

por la timidez

y por la falta de excusas,

que las guitarras bravías no se acatarran.

Por la humildad, porque las ovaciones son ovaciones, y no pasiones.

Porque la guitarra despierta curiosidad,

y el cante, la voz que viene de dentro, la minera, despierta pasiones.

Porque para el tocaor, dejar sin palabras es mucho más complicado.

Siempre dispuesto a ser estudiado, observado,

casi como un ratoncillo, o una cigarra, que es más flamenca.

Nadie se atreve a estudiar la voz de José,

pero todos se atreven con el toque de Sabicas.

Lo conocerás por habitar siempre con el pasado,

que lo que mata es el silencio y no el recuerdo,

y el que toca no tiene más voz que la que a compás de doce tiempos sale de su costado,

a veces a borbotones…

Porque al dolor le opone la rigidez del tempo.

Rigidez.

Con todas las letras y todas las cuerdas,

con todos los tiraíllos, tapaos y rasgueos.

Y rajeos.

Lo vas a conocer porque su currículum “vite”,

como dicen los que tienen la suerte de estudiar latín,

empieza siempre enumerando derrotas.

La primera y compartida por todos,

el ser un cantaor frustrado.

Lo vas a reconocer, seguro que lo vas a reconocer.

Porque no tiene más que un silencio acompañado de un torrente que tiende a ser universal.

Porque sobre los hombros lleva cargado

el cadáver de su propia eternidad,

y por supuesto mi guitarra y la tuya, y la nuestra,

como si fuera un costal.

“Tanto penar, para morirse uno…”

Boxeo, Justin Bieber y corridas.

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En este artículo necesito hablar de demasiadas cosas, y el boxeo solo es una de ellas. No pretendo hacer una crónica de la pelea, para eso tenéis los Deportes del mediodía, para que os digan qué opináis sobre el combate, y para que os digan cómo disfrutar de un espectáculo.

Mike Tyson arrancándole media oreja a su rival porque cocaína.
Mike Tyson arrancándole media oreja a su rival porque cocaína.

Ya sé, ya sé que empiezo fuerte como Pacquiao -espero no desinflarme-, pero son esos medios de comunicación los culpables de que millones de personas hayan presenciado por primera vez un combate de boxeo, y que se hayan llevado un chasco. El boxeo es un gran deporte, pero no señores, no es el mismo boxeo de las películas. Y es que algunos pensaban que esta madrugada la sangre iba a chorrear como en las de Tarantino, o como el chocolate en Toro Salvaje. Qué menos que en «la pelea del siglo» hubiera muerto alguien, ¿verdad? Algún espectador quizá. Así a bote pronto se me ocurre Justin Bieber. Pero no, no ha muerto nadie. Ni matarse han intentado. El ex-campeón de los pesos pesados Mike Tyson ya se encargó de calificar a ambos púgiles como «hombres de negocios» y de reconocer que tanta complicidad en la presentación del combate no encajaba con un «asesino» como él.

Ante bochornos como éste uno debería empezar a percatarse de la farsa. Miren, se toma una pelea, a la cual se le asocia una historia con tirón -la clásica revancha-, y por si fuera poco se añade un calificativo tan presuntuoso como «la pelea del siglo». En añadidura, se mencionan las cifras del combate, que dan a entender que aunque no hayas escuchado «Pakiao» o «Meigüeder» en tu puta vida, debes aguantar despierto hasta las 5 de la mañana porque es algo muy importante.

Pero no es algo nuevo. Hacer del fútbol una ficción es nuestro pan de cada día. Las ajustadas pugnas por el pichichi, las terribles injusticias arbitrales, las desafiantes ruedas de prensa en catalán y en vasco, esa neblina de incertidumbre propia de la temporada de fichajes, la depresión de Casillas, el afán por romper las estadísticas de la puta que me parió… Los guionistas han hecho su trabajo, han creado una trama y una afición, un público. Ya pueden empezar a cobrarse las quinielas, los derechos de emisión y la publicidad con tu dinero.

Hace tiempo que dejé de ver el fútbol para evitarme ese teatro. Para dejar de hacer mías las inquietudes de esos jugadores extranjeros que sienten los colores de tu ciudad en sus propias carnes, hasta que cambian de carnes para sentir los colores de otra ciudad donde se les paga más. Y por ello, horas antes del duelo tuve una discusión en la que defendía que el boxeo, por ser un deporte individual sin clubes ni fichajes ni banquillos, era más auténtico que el fútbol. Hombre contra hombre. Dolor y euforia para el ganador, y deshonra y más dolor para el perdedor. Y aún suponiendo que les mueva el dinero, se les debería olvidar cuando ese cabrón de ahí enfrente les está bombardeando las costillas. Y si las sacudidas no bastan para evadirse, da igual, porque sea ética o no su motivación, lo único que quiere es ganar.

Me equivocaba. Hoy he visto dos boxeadores que no querían ganar. Un aspirante sin aspiraciones (aunque a esta hora todo el mundo ponga a «Pacman -oh- Pacquiao» en un altar), y un defensor del título que solo se preocupaba de no recibir golpes delante de los jueces sin importarle lo más mínimo quedar como un cobarde ante los ojos de medios mundo. No, amigo Floyd, eso no es una victoria.

Pero no toda la culpa la tiene la mercantilización del deporte. También la tiene la tecnificación. Una implacable estadística que no deja hueco para el arte. Una tarea de contar golpes que no deja tiempo a los jueces para presenciar la lucha. ¿Dónde queda el show?

He de reconocer, que cuando pensé en la palabra «arte» me vino a la mente «el arte del toreo», con el cual disfruta un camarada de este blog, a quien por cierto le deseo una artística muerte por astada en la ingle. El hecho de que no comparta su visión no me ha impedido entender algo…

El toreo sí es una verdadera lucha, donde hay sangre, y donde hay muerte (con mucha suerte, humana). No hay abrazo entre los púgiles, solo barbarie. No existe la victoria por puntos, toro y torero están obligados a batirse y abatirse. Y a pesar de ser lucha…

El toreo es un verdadero arte, porque no cae en esa obsesión por vencer al toro sin importar el cómo, de hecho sólo importa el cómo. No hay ciencia detrás del toreo, solo exhibición, no hay estadística ni predicción, sólo sorpresa y miedo porque no hay algo tan impredecible como un animal.

A pesar de que, por otro lado, estoy en contra de las CORRIDAS (esto es internet y puedo poner en mayúsculas lo que me salga de mi gran rabo taurino) que tanto le gustan a mi amigo, no estoy seguro de que tuviera lógica prohibir su emisión televisiva, al igual que se hizo con el boxeo por su violencia explícita. Violencia explícita (explícita porque lo hacen en tu puta cara) es, que perder un combate de 50 minutos se pague con 120 millones de euros y que haya filipinos, estadounidenses y gente de nuestro país que curra durante una hora por dos míseros pavos.

Fijáos lo que puede dar de sí una insulsa hora de boxeo para hacer crítica social. Anda niño, tira ya. Y si los Deportes Cuatro te despachan hoy algún experto para que te diga que «en verdá se lo mereció er Paqui er chavea», despáchale un jab a la mandíbula de parte de La Calistrera.

Chesco.

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viandisto Birdo

La mayoría de personas que viaja en este autobús está esperando un WhatsApp, yo entre ellos. Esa es nuestra esperanza a las doce y media de la noche, todo a lo que aspiramos, todo lo que nuestra intuición alcanza. Porque no intuimos las formas en la noche, los campos de olivo junto a los que pasamos, el individuo que viaja a nuestro lado. Es porque ese individuo es también… Es también como una sombra que proyecta la pantalla del móvil en los umbríos cristales tintados, para que la luz de las estrellas quede atrapada entre los pigmentos de nuestra vanidad. Y es que esos cristales solo dejan patente el egocentrismo y la envidia que vuelve una y otra vez a procesarse en nuestro interior. Porque siempre creemos que nos observan, porque siempre creemos que somos envidiados y que las burlas de otros son una especie de justificación de nuestra magnificencia. Y nada es eso. A algunos les ha gustado mucho reírse, y este ser humano y el mundo que ha dominado a base de maltrato, dan razones sin cesar para descojonarse. Y es cierto que nos observan; o mejor, es cierto que nos espían. Porque lo hacen sin permiso, agitados quizá por un atisbo de ira y con los ojos tapados con las vendas del odio. Pero claro, también nos espían porque queremos, porque necesitamos de alguna manera justificar lo interesantes y diferentes que somos. Nos gusta sabernos espiados al menos en la faceta que nos conviene: en una foto en la que nuestra cara no parece no nuestra cara, y por tanto aparecemos favorecidos. En un idílico lugar que dura no más que un instante y por el que nunca volveremos a pasar. Escribiendo una entrada bochornosa para un blog desconocido mientras nos comemos un puchero… ¿Quién cojones te crees que eres?

Ya no somos protagonistas de nuestras vidas, creo que esa figura se perdió allá por 1816, cuando a algún individuo le dio por fotografiarse. Y para nada estoy en contra de fotografiarse, es lo que único que quedará después de que cesemos, la única replica material de nosotros mismos, o de ese que camina junto a nosotros sin ser nosotros.

No somos el centro de nada ni de nadie, ni si quiera de nuestro propio ego, que se nos escapa. Que va a parar a la boca de cualquiera y se mueve como se mueve el viento, por doquiera, fuera de todo control y de talante. Cínico y resucitado como el dios cristiano, nos impone cómo debemos y cómo no debemos comportarnos. Ojalá el tiempo se hubiera parado justo en el instante en que un hombre decidió obligarnos a vivir a su manera. Ojalá nuestro ego fuera de verdad nuestro ego, y no el de ese que camina a nuestro lado sin llegar nunca a ser nosotros.

Que el autobús llegue al fin a su destino, esa debería ser nuestra esperanza. Y sonreír un poco. O comer puchero.

¿QUIÉN COJONES TE CREES QUE ERES?

eGo.

-Tienes que trabajar los diálogos.

-¿Y cómo hago eso?

-Explora. Acentúa. Indaga las esencias de los demás. Párate y respeta las pausas que el tiempo exige. Pero sobre todo, dialoga.

-Estoy solo.

-Estás callado.

-Estoy mudo.

-Estás en silencio.

-A veces el silencio es bueno.

-Solo cuando hay memoria.

-¿Y no es la escritura un parcial silencio que nos lleva irremediablemente a la desmemoria?

-Esa es cosa de lotófagos. La escritura hubo de nacer para ser surco del silencio, como los otoños que pasan por las arboledas y pintan todo del color del tiempo. La primavera lo sigue inexorable, pero no por ello el otoño es menos otoño. La escritura invita al olvido, un olvido útil para una memoria que durará siglos, y que se tornará millones.

-…

-Y aunque estés solo, siempre puedes dialogar contigo mismo.

-¿Cómo es eso posible?

-Describiéndote.

Describiéndome.

Sabiéndome finito, terminado, encerrado en un espacio. Entrando por la boca y saliendo por… Bueno, saliendo. Viendo los dientes, como pequeños trozos de aquella caja que encierra mi cerebro. Mis dientes. Es cierto que durante mi infancia, ya después de que los dientes de leche fueran derrotados, tuve una dentadura perfectamente alineada. Pero el paso del tiempo ha hecho estragos en mis incisivos y caninos y molares y premolares y en todo. Ahora llevo mis orejas más grandes y mi nariz más larga; ambas tres cosas arrojan una especie de sombra, o más bien de penumbra sobre el resto de mi rostro. Tienen el tamaño suficiente para que la sombra esté siempre ahí, no importando dónde se encuentre el foco de luz. Me pregunto muchas veces si esta, la sombra infinita que ha conquistado los territorios de mi piel, es la que provoca que esté yo aquí, observándome y describiéndome, como si no tuviera más espejo que mi propia imaginación y mi propio subconsciente. Los considero los mejores y más fieles espejos en los que pueda mirarme. Incluso, por la postura que estoy tomando, puedo ver reflejado mi pecho. Normalmente siempre lo tengo abierto. Muchas veces me pregunté por qué no entraba nada ni nadie en él, en mí. Porqué no se anegaba mi pecho del mundo de fuera y quedaba todo mi estómago manchado de pequeñas y perfectas gotas cuya tensión superficial fuera imposible de calcular. No se calcula el mundo ni las distancias, las de verdad. Me lo pregunté muchas veces hasta que dejé de hacerlo, por creer que quizá aquellos pensamientos hicieran ruido también dentro de la cavidad de mi pecho y no dejaran un espacio tranquilo donde el mundo y tú y ella y nosotros todos pudieran y pudiéramos descansar. Mi mente recogió siempre mucho mejor el mundo de fuera, mejor que mi pecho. Mi mente siempre gustaba de hacer las camas y limpiar el suelo de polvo, de servir bebidas frías oportunamente, y calientes. Siempre supo alojar el mundo como en un gran hotel donde todo es concierto y todo es ajeno a lo real , a lo que hay detrás de tanta perfección, de tanto estaticismo y de unas camas tan bien hechas. Mi pecho no; era como un astro en cuarto menguante, se cerraba cada vez más y siempre aparecía y desaparecía. Mi pecho nunca mostraba la otra cara, gustara o no gustara, y con un sentimiento atroz y catastrofista. Mi pecho nunca supo analizar las situaciones ni recibir a los huéspedes fríamente, con tiento y cálculo, con el sosiego propio de un mozo porterías. Mi pecho fue siempre pasional, bondadoso en el fondo, pero pasional. Y las cosas pasiones son también astros en cuarto menguante. Siempre me fie de mi pecho.

A todo esto, las piernas hablaban poca veces, y pocas veces se quejaban. Eran el reflejo del trabajo, ese trabajador incansable que tiene las manos agrietadas y no tiene voz. Lo único que poseen los trabajadores es la tranquilidad de alimentar a su familia, porque los han abandonado, los han convertido en individuos. No. Así este mundo está condenado, y mis piernas no se quejan. Yo sé que no quieren seguir andando, pero siguen. Yo nunca comprendí muy lo que que querían expresar, así que lo único que pude hacer fue tratarlas lo mejor posible. Tengo que decir a su favor, que eran bastante largas.

-Bien.

-Estarás contento… No pienso hacer esto más. Me parece, además de una insensatez, una inmoralidad.

-¿El qué? ¿Cantarte a ti mismo?

Cantarme a mí mismo.

Me paro a mirar mis letras,

esas que me dieron en un papel escritas,

y no puedo evitar alzar la mirada,

echarla a volar y que se pose

en los ojos

de la gente.

No puedo evitar que el clima

se adormezca,

y se despierte

lo involuntario a un tiempo.

No puedo evitar adornarme,

porque me encuentro turbio y no comprendo,

no me comprendo.

Ya hace tiempo que

no deseo mirarme.

Para no observar mi ridículo,

que el suelo se hunde

un tanto bajo mi silla,

no tanto por peso,

no tanto por exceso.

Sino por ego,

mi ego que se desliza siniestro

por entre mis dedos,

loco y ciego del paso

tuyo,

y del paso de todos.

Retablo de un santo flamenco.

“Cierra los ojitos o no te podrás dormir.”

Intentar que el tiempo pasase por los árboles, las paredes, por el cristal de la ventana. Que amarillease las fotografías, las páginas de los libros, los mapas del mundo. Él quería dormirse con los ojos abiertos y el alma agazapada ante las sorpresas y los tientos de la vida. No quería dormir morir, quería morir viviendo. Quizá en algún momento hubiera que saltar.

“Pero hijo, ¿has dejado algo de barro para los demás?”

No deseaba zafarse de aquella ropa toda manchada de una pasta homogénea marrón. Calado hasta los huesos, se miraba al espejo mientras mamá le decía una y otra vez, insistente, que no debía salir los días de lluvia, que se iba a poner malito y no podría ir el día siguiente a clase.

Pero a él mucho no le importaba, porque en cierto modo se sentía extasiado ya del mundo (que no hastiado). Era pequeño, y por ello el deseo de conocer inherente al ser humano lo portaba todavía impoluto, desenfadado. Porque a él, como un niño que era, no le hacían falta clases extrañas y atiborradas de otros niños para sentir (que no pensar) que este mundo nuestro había que disfrutarlo rápido, al máximo y siempre.

Le gustaba salir a mancharse de barro con un amiguito suyo, que no estaba en su clase. Era de otro colegio. Lo había conocido hace bien poco, pero como ya se había pringado de barro y lluvia, sentía que serían amigos para siempre. Y en definitiva en eso consistía la amistad, en saber reírse juntos incuso cuando estamos pringados hasta el cuello. ¿O es que eso era el amor?

“Estaba pasando por lo que probablemente solo el inglés define con una palabra precisa: un crush”

Sentía el horizonte reducido, las palabras cortadas; el mundo siempre amanecido. Él, su amor, era un sol de verano, porque a pesar de tener todos los sentidos fijados en otro objeto, notaba su presencia, cómo se hacía un hueco inminente en su realidad, en todo su mundo. Él era un sol de verano, y tomaba siempre gallardía y elegancia a esa “hora exquisita”, la que preludia al ocaso, cuando las sombras se funden con la luz en una unidad casi matemática, armoniosa, irrevocable.

“I love the word “mamihlapinatapai”. It´s from the Yagham lenguage wich is now a dead lenguage. But it was spoken in Tierra del Fuego, the very southernmost point of South America. I have never heard the word said properly, so I could be prounouncing it wrong. But the meaning is quite beautiful. It means the moment or feeling when two people both want to initiate something, but neither wants to be the one to start it. It can be perhaps two tribal leaders, both wanting to make peace, but neither wanting to be the one to being it. Or it could be two people at a party wanting to approach each other and neither quite brave enough to make the first move”

Coexistir con el pasado era como acudir a un antiguo perfume que vivía agazapado en alguna vieja bufanda. Depositada en algún rincón de los baúles del sótano, latía una esencia familiar y propia , haciéndose hueco en el ambiente, como un noble volcán dormido.

Recordar era acercarse la bufanda al rostro, acariciarla un tanto con el mentón, hurgar como un lobo en sus entrañas para salir con el hocico colmado de sangre fresca; porque todos tenemos heridas todavía sangrantes, precisamente porque las hemos desterrado a algún baúl extraño y frío, olvidando que el frío mantiene, ya sea joven o herido, pero mantiene.

Asomarse al alma a respiraciones, permitir que se abra paso entre el olor a humedad, la encerrada esencia que surge a tientas entre lo oscuro del olvido, el premio inconcebible de la memoria y sus conjuntos.

Porque lo que mata no es la memoria, sino el silencio… Como un lobo herido.

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Percibir siquiera una luz que no tenía naturaleza física. Sentir nada, ni sed en la distancia, ni recuerdo alguno en el estómago, ni el corazón ni el pecho. Ni música, ni añoranza alguna ni consuelo. Que el pensamiento fluyera libre, extasiado de libertad mortuoria porque ante la muerte se encontraba. Una muerte amable, zalamera, casi gitana. Porque la belleza es azul, azules eran los bordes de aquel santo retablo, en los que una sucesión de imágenes se mostraban todas yuxtapuestas, iluminadas tan solo de una sonrisa que aparecía y se ocultaba, como la del gato de Cheshire. Y nada más. Bueno, algo más sí que había: una línea de pensamiento que se había abierto de forma casi espontánea, sin conocer autor u origen alguno:

“Que no esperen una luz al final del túnel

ni un túnel siquiera.

Que no esperen que de las paredes se nos cuelguen

las más esplendorosas imágenes en la retina.

Que no esperen un premio, un reconocimiento en Alemania…

Un doctorado Honoris Causa.

Porque la vida son momentos diminutos y extraños,

momentos que no se explican y que surgen y  desaparecen…

Por doquier.

Como las gotas de rocío en la mañana.”

PD.: Es complejo presentar una serie tan prolongada en el tiempo y con tantos capítulos. Por ello se han escogido algunos si ton ni son, los mismos que habría escogido cualquier pintor flamenco. Qué fanfarronería.