Capítulo V: Las cuentas del rosario.

La Semana Santa fue pasando más rápido que lo que Juan de Dios hubiese imaginado, después de convertirse en Hermano Mayor su vida se había tornado frenética: baños de multitudes, oraciones, comilonas y alguna que otra reunión para dirigir el tráfico de cocaína que era más fluido que el agua que pasaba por debajo del puente de Triana.

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Pero todo este ambiente de cera y colocones de algo más que de incienso le dejaba huecos para el odio, para la venganza y para que su sangre hirviese como el aceite que freía los buñuelos en los puestos de cada esquina. Sabía que aquel cura, siempre propenso a la compañía de señoritas patrocinada por el cepillo de la iglesia, había matado a su padre y que su padrino, el mismo que propuso aquel nombre tan castizo para él, lo había organizado todo, no estaba claro el porqué, pero todo indicaba a que su padre quería hacer las cosas diferentes a como se habían hecho todo este tiempo en la mafia de la Yedra.

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Lo mataría, a ese cura y a todos: su padrino, a los dos matones y hasta al más enclenque de los ciriales si se ponía por delante, los planes bullían en su cabeza rápidos como monaguillos que van arriba y abajo encendiendo velas en un día donde el viento está travieso. Por ejemplo podría acabar fácilmente con la mayoría de costaleros sin más que acercarse a las garrafas de los aguadores. En la futura tortura al padre Javier estaba cuando una mano le rozó el hombro:

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– Hola, no pareces divertirte demasiado. ¿Has probado aquellas torrijas? Las ha hecho mi madre le salen muy ricas, las hace con fino de Jerez en lugar de con vino blanco.

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Era la hija mayor de su padrino, se la había presentado un par de días atrás, supuestamente estaban metidos en una especie de matrimonio “arreglao”. La verdad es que a Juande no le disgustaba la idea; la chica era muy guapa: morena y con unos grandes ojos negros, además tenía una gracia natural muy lejos de aquel “arte” fingido de la mayoría de sevillanos con más gomina de la cuenta en el pelo y más vino de la cuenta en el estómago. Mantilla desde pequeña, con un rosario heredado de su abuela y una peineta que ha visto más pasos de palio de los que recuerda, fiel a la Hermandad de la Yedra.

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– No tengo hambre… La verdad es que no tengo ninguna gana de estar aquí.

– Yo tampoco. Estas cosas me aburren, aquí vestida de mantilla como el resto de marujas, mientras que todos ponen cara de circunstancia al ver la procesión, cuando en realidad están pensando a qué caseta irán en la Feria de Abril – él no pudo ocultar su cara de asombro, siempre la había visto como una sevillana de tradiciones-. Jajaja, te sorprende que no sea la niña buena de los ojitos de papá, ¿verdad? Pues no, todo fachada, la Semana Santa me da arcadas. Anda, vamos a mi piso.

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Y los dos se fueron, caminando con la Girarla recortada en el fondo. Subieron al piso y entraron al cuarto, los dos sabían a qué iban y que acabarían desnudos sobre la cama. Ella puso un disco de Carlos Chaouen y mientras sonaba Déjalo Fuera él le quitó la peineta, los negros zapatos torturadores de tacón, le arrancó el rosario de la mano dejando que las cuentas rebotaran por el suelo, luego la falda con un fino encaje manchado de cera y la camisa negra, dando paso a la lencería del mismo color. Pelearon, se perdieron en las sábanas y se encontraron en los estribillos de aquel poeta que cantaba dentro de la mini-cadena, jadearon y se quedaron uno junto al otro desnudos, dejando que la suave brisa primaveral les acariciara allí donde ellos se habían acariciado mutuamente.

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– Voy a matarlos a todos, Macarena.

– ¿Qué?

– Ellos fueron los que mataron a mi padre, ya sé que esto te pilla por sorpresa pero la Hermandad es una mafia, no puedes imaginarte lo que son capaces de hacer esos que ahora cantan saetas y gritan que viva la Madre de Dios.

– Lo sé, no soy tonta. Escucho algunas conversaciones de mi padre en su despacho.

– Espero que no me intentes detener… No quisiera hacerte daño.

– Tranquilo, yo también quiero acabar con esto, voy a ayudarte si me dejas. Por supuesto que no seré yo quien mate a mi padre, pero tampoco la que llore su muerte.

– No sé si debo dejarte que te metas en esto, va a ser peligroso.

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En ese momento un crujido delató al espía que había escondido en el balcón, uno de los costaleros. Juande salió corriendo tras él, saltando hacia la calle desnudo y lleno de adrenalina, consiguió alcanzarlo cuando se comenzaba a perder en un callejón. Lo derribó a golpes y lo remató con la navaja que el otro llevaba en la mano, con un crucifijo tallado en el mango, maldita ironía. Nunca antes se había peleado pero sus golpes fueron tan certeros y sonoros como los del llamador del paso de palio impulsado por el capataz.

Luego escondió el cadáver tras unos cubos de basura, era una suerte que la mayoría estuviese en los bares o metidos en la bulla del encierro de alguna procesión.

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Subió de nuevo al piso, se vistió y comenzó a trazar el plan que se tendría que ejecutar el Domingo de Resurrección, sin importar que el blanco de las mantillas quedara teñido de sangre y no precisamente de la de Cristo.